Sudamérica está conmocionada. Lo sucedido en Ecuador y ahora en Chile hace visible, de forma violenta, la fenomenal crisis de representación que desde hace tiempo vienen enfrentando las tradicionales democracias liberales.
Para entender el problema, primero es importante enmarcarlo en su verdadera dimensión, pues esta crisis no es exclusiva de nuestro sur, recordemos los chalecos amarillos desatando su furia en las calles parisinas; sucede que en el trasfondo de esta crisis aquello que cruje es un sistema de gobernanza que hace tiempo ha sido doblegado por un modelo económico que ha generado un escenario mundial donde prácticamente el 50% de la riqueza está en manos del 0,7% de la población.
Es una obviedad –de aquellas en las que pocos se detienen, por cierto–, pero la decimonónica democracia representativa no solo se viene mostrando incapaz de detener la sostenida degradación de la calidad de vida de millones de personas y el consecuente incremento de los niveles de exclusión social y concentración de la riqueza, sino que tampoco logra frenar el deterioro del medioambiente y el avance del crimen organizado a nivel mundial.
En consecuencia, ante los ojos de esas mayorías, las viejas democracias representativas se observan impotentes y llenas de contradicciones, y por lógica, son valoradas como construcciones de otra época, como un conjunto de instituciones y prácticas políticas antiguas que no resuelven suficientemente los verdaderos problemas de las personas en medio de las urgencias y complejidades que plantea el siglo XXI.
Ahora bien, cuando este funcionamiento se mantiene durante demasiado tiempo se genera una acumulación de demandas insatisfechas que no solo acentúa la incapacidad de respuesta formal, sino que también expone el proceso de desgaste del propio sistema.
Esta situación conduce al desequilibrio, el desequilibrio a la inestabilidad y la inestabilidad al estado de crisis. Pues si los mecanismos tradicionales de la democracia representativa no responden, es decir, no tienen capacidad operativa para asegurar al menos cierto nivel de respuesta satisfactoria a las distintas exigencias y demandas sociales, el reclamo popular no se evaporará dentro del sistema, por el contrario, tenderá a perforarlo y salirse.
Estamos entonces ante un grave déficit de legitimidad originado también por un problema previo de estructura que no se ajusta a una democracia más abierta y deliberativa, que empodere políticamente a la ciudadanía y por consiguiente ofrezca mayores espacios de diálogo y mecanismos que posibiliten una verdadera participación ciudadana en la gobernabilidad.
Para el constitucionalismo moderno esto no es novedoso, pues desde hace años que viene advirtiendo que una de las causas del enorme malestar social es que la ciudadanía no encuentra suficientes canales institucionales de expresión y participación política y no obtiene respuestas formales acordes, por lo cual frente a situaciones límite se expresa por otras vías, como vimos en Francia y ahora estamos viendo en Ecuador y Chile.
*Profesor adjunto regular de Derecho Constitucional, UBA y titular de la cátedra de Derecho Político, USI-Plácido Marín.