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Grünewald el iluminado

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| Cedoc

Ahora que a Lilita le secuestraron a Dios y nadie pidió rescate, podríamos pensar cómo y por qué cierta fantasía religiosa capturó al mundo de las artes.

Durante siglos las artes plásticas no encuentran mejor cuento para para pintar, ilustrar, exhibir, que el de la Anunciación, Encarnación, Revelación, Bautismo, Predicación, Curaciones Extraordinarias, Última Cena, Detención, Juicio, Vía Crucis, Crucifixión, Agonía, Abandono, Muerte y Resurrección de Yeshua ben Pantera (también llamado Jesús o el Cristo), formado por los esenios que abrevaron en Buda.  Esa insistencia es a la vez íntima y pública, se funda primero en un ímpetu luminoso (San Pablo), luego en ley del Estado (Constantino), luego en contratos y mecenazgo (La Iglesia y los Papas). 

Pero todos los escalones de su divulgación no deberían sustraernos a la evidencia de que la historia del rabino milagrero produce un efecto irresistible. Esa combinación de lo divino y lo mundano, la pasión por entregar la vida para salvar al semejante al tiempo que sacrificarse por la causa enigmática del Padre… ¿cómo podría no atraernos el misterio de ese abandono sin justificación (excepto que en su tedio infinito Dios hubiese decidido aplastar a la especie humana y al Hijo que envió a rescatarla)? Como cultura sincrética dominante, el cristianismo inventa el amor y sostiene a un semidiós que es Único y que logra lo que nunca antes consiguió nadie ni logrará después: morir y resucitar y elevarse a los cielos.

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La fascinación por ese destino obra como metáfora dominante del destino de todo artista, que se sabe parte de una serie a la vez que no puede menos que pensarse como singular y primero, que vive la reiteración como un estigma y una condena, que en pos de su tarea abandona a su familia y deja que los artistas muertos entierren a sus muertos, que vive la vacilación y la duda como un signo de hecatombe, que se sube solo a la cruz de su padecimiento cuando advierte la diferencia infinita entre la intención inicial y el resultado final de su trabajo, y que en la contemplación de lo hecho debe aceptar que no existe compensación alguna, porque desde el principio fue abandonado. 

Cristo es la metáfora del arte como salvación y perdición terrena, por eso no deja de acecharnos como una pesadilla íntima. También lo sabía Grünewald. Mareas de dolor y éxtasis de alegría. El misterio de un sacrificio fuera del tiempo: macabros matices de carne corrompida pintada sobre la oscuridad del firmamento.