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Guerra a la palometa

La nación chaná ya no existe. Supo tener asentamientos desde el norte de Buenos Aires hasta Santa Fe, incluyendo el sur de Entre Ríos y las costas uruguayas del Plata, donde convivieron con guaraníes, charrúas y otras naciones.

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La nación chaná ya no existe. Supo tener asentamientos desde el norte de Buenos Aires hasta Santa Fe, incluyendo el sur de Entre Ríos y las costas uruguayas del Plata, donde convivieron con guaraníes, charrúas y otras naciones. Los chanás eran amantes del silencio: no tuvieron expresiones musicales y –según los estudios sonoros de Nicolás Varchausky– su lengua era lo más parecido que podemos imaginar al silencio mismo. No se trata de la falta de fonemas (fonemas sobran en toda lengua) sino de una suerte de armonización carente de énfasis, de expresiones; una cosa monocorde como el oleaje del Tigre, una lista de cosas todas iguales, una organización fractal sin distinción clara de sustantivos, adjetivos, verbos. Un nombre total para aquello que se quiere decir, sin importar las partes que lo formen.

Cuesta imaginar que realmente se comunicaran con estas estrategias. Pero a lo mejor comunicaban otras cosas. Tomemos en cuenta que fue una nación que imaginó un ejército de peces, cada uno con propiedades fantásticas, en permanente lucha contra el enemigo común: la palometa. La piraña. Una lucha silenciosa, subacuática, sin ruidos, contada por una lengua ascética, rebuscada, que ahora, hoy, mientras escribo, se está alojando definitivamente en el silencio.

Don Blas Jaime (o Agó acoé inó, Perro sin Dueño en la lengua madre) es el último hablante del chaná. A sus 83 años decidió pasar la lengua a otros, a los libros, al futuro. En la tradición chaná (matriarcal) la lengua es enseñada sólo por mujeres. Pero las dos hermanas de Blas murieron jóvenes y Perro sin Dueño prefirió doblar una tradición y preservar una lengua entera.

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Nicolás Varchausky se basó en esta anécdota impresionante, potentísima, para escrutar sin piedad las relaciones entre poder, dominación y territorialidad que se esconden en la lengua. En su conferencia performática como parte del magnífico ciclo curado por Massuh y Gamerro en el Teatro Nacional Cervantes, Varchausky comienza ejemplificando con azotes sobre su propio cuerpo. A los 4 años de edad, Nicolás tenía problemas para pronunciar la erre rioplatense. Tomó unas sesiones de foniatría, pero justo en ese momento sus padres se mudaron por trabajo a Rio Grande do Sul, donde la erre se pronunciaba exactamente como quería el paladar de Varchausky. Al volver a la Argentina, aquello que era perfectamente normal en su ámbito brasileño empezó a ser objeto de burla en este lado del río. Varchausky abre la conferencia con una sesión de foniatría que –bajo un manto de afectada normalidad– se parece a una sesión de tortura en la Inquisición: hacer que tu cuerpo se adapte a ejecutar el sonido de otros. Aprender a pronunciar implica cambiar la identidad del aparato fonador, del cuerpo. Ser el otro; mentir ser el otro. Es como lo que hacemos los actores cuando actuamos en inglés: los límites de nuestra verosimilitud se corren y hacemos cosas que no haríamos. Aprender la lengua del conquistador da muchas ventajas, lo sabemos quienes hemos tenido que aprender idiomas centrales para trabajar con comodidad en el campo de otro. Pero es otro cantar cuando ese aprendizaje supone el abandono total de lo que uno habla, de lo que uno es.

La gramática chaná supo irritar al conquistador que –con contradictorias intenciones– intentó reseñar una lógica de palometas, sapos y yararás. Los diálogos antiquísimos del misionero Dámaso Larrañaga con un hablante chaná son hilarantes. Larrañaga pide que se le diga en chaná “¿cuál es tu trabajo?”. El hablante accede, pero a Larrañaga no le basta: quiere encontrar en esa frase las palabras que correspondan a “cuál”, a “es”, a “tu” y a “trabajo”. Y no se puede. Cada una de las palabras que forman la frase parecen querer decir “¿cuál es tu trabajo?” sin solución de continuidad: por separado no significan nada, y juntas significan todas lo mismo. Larrañaga interroga con vehemencia, se impone y deduce todo mal, deduce de las respuestas titubeantes del dominado para encontrar las partes que su propia lógica dominadora necesita. Pero ya no podrá construir nada con esas partes dado que, en el mundo del conquistador, la guerra contra la palometa no tiene ni tendrá lugar.