Ahora, cuando usted hojee este diario, tendrá seguramente la radio o la tv encendida porque cerca del mediodía Alberto Fernández hablará ante el Congreso. Es bueno que escuche ese discurso, así nadie puede contarle los gestos o el tono, esos detalles que se han convertido en accesorios sencillos para fabricar opinión rápida sobre los acontecimientos. Usted verá a Fernández y podrá percibir el énfasis de su voz o juzgar la ausencia de énfasis.
Usted ha encendido la radio porque se ha enterado de que Fernández, que hasta ahora le pareció demasiado callado respecto de su plan de gobierno, deberá extenderse hoy a la manera clásica de los discursos de apertura de sesiones parlamentarias. Usted y yo estamos escuchando, con la expectativa de que se nos aclaren las cosas. Mientras tanto, hojeamos los diarios, aunque sabemos que, dentro de algunas horas, estarán desactualizados. Usted y yo esperamos dando vueltas las páginas para enterarnos de un temprano conflicto con los sojeros por las retenciones, que los lleva a concentrarse, ahora mismo, en la Ruta 9. Usted entona una canción: “la historia vuelve a repetirse…”, mientras toma mate o un café de cápsula.
Desde temprano, usted y yo aguardamos el discurso de Fernández, sin entusiasmo o con esperanza, según el caso. Para ver dónde estamos parados, según le acaba de decir su vecino, que llega para pedirle el diario. El vecino se lleva uno, y usted pasa a leer el otro, el de la competencia, que le traen siempre todos los domingos.
Usted verá al Presidente y percibir el énfasis en su voz o juzgar su ausencia
Pero, justo ahora, la voz del locutor de cadena nacional anuncia al presidente de la República y muestra planos de la sala de sesiones. Usted observa a Cristina, poderosa como presidenta del Senado. Quizás usted piense que, sin ella, no estaríamos a punto de escuchar un discurso inaugural de Fernández. Quizás eso le parezca una mezcla difícil de tragar. Quizás no le produzca sino el reconocimiento de la habilidad táctica de la ex presidenta. O le dé una medida de la ambición de Fernández. Pero usted sabe que no es momento para volver a evaluar ese muy reciente pasado. Para usted y para mí el momento ha llegado de escuchar a Fernández presidente.
Si usted tiene más de cincuenta años, quizá se emocione por esta ceremonia de inauguración del año parlamentario. Quizá recuerde el discurso de asunción de Alfonsín, pronunciado el 10 de diciembre de 1983. Alfonsín dijo entonces que el Estado debe ser independiente y no debe subordinarse a los grupos privilegiados locales ni internacionales. Cinco días después, Alfonsín dictó el decreto de enjuiciamiento de las juntas militares. Si tiene menos de cincuenta y no vivió dictaduras militares, a lo mejor todo le parece la repetición de una ceremonia acostumbrada. O quizás me equivoque, y usted sabe la valentía y el coraje de aquel primer discurso y de aquel decreto. Usted piensa un segundo y me dice que con menos heroísmo y menos trabajo, Ricardo, el hijo de aquel Alfonsín, está por partir hacia la embajada en España, plaza codiciada por muchos políticos.
No sigo, porque Alberto Fernández empezó su discurso y prefiero evitar comparaciones como las que hoy utilizan, con frecuencia oportunista, el nombre de Raúl Alfonsín. Usted, como yo, quiere vivir en presente. Por eso usted escucha a Fernández en directo antes que leer la ensalada que pasarán los medios audiovisuales en cuanto termine. Aunque no sea muy entretenido, es mejor escucharlo sin cortes ni edición. Usted está más o menos tranquilo, pero desea no ser dominado por gestos grandilocuentes, ni aburrirse con generalidades. Desea, también, tímidamente, que las dirigentes de derechos humanos no le estén corrigiendo las frases al Presidente cada vez que abre la boca sobre un tema que esas dirigentes creen dominar con verdad absoluta. Usted desea que a Fernández no le hagan la vida imposible y lo obliguen a sostener audiencias de corrección política todo el tiempo.
Usted espera enterarse, por fin, de cuáles son los planes de Fernández; y qué piensa de la política exterior argentina. Me parece que a usted no le convence mucho ni Venezuela ni el presidente de Brasil. Seamos francos, a mí tampoco, pero nos gustó el viaje a Europa, donde se vio con Merkel.
Muchas veces en estos días previos al discurso, charlando con amigos (o amigues, como más le guste), usted se preguntó qué iba a decir Fernández. Bueno, aquí lo tenemos. No se distraiga hojeando de nuevo el diario ni participando en alguna conversación trascendental en las redes. Lo que sigue lo puede leer más tarde, en el caso de que usted sea lector de esta columna, hecho que le agradezco.
A usted le cayó mal que algunos ministros le corrigieran con la cuestión de si existen o no presos políticos
Por mi parte, mientras Fernández hable, yo no puedo obedecer los atinados consejos de concentrarme en lo que escucho. Soy incorregible. Y, como si se tratara de un teclado, escucho la melodía principal, las variaciones y sigo las dos líneas de pensamiento al mismo tiempo. Seguramente a usted le pasa lo mismo. Me dan ganas de decirle nuevamente que no se distraiga con los sucesos de la semana pasada, ni mucho menos con los de la anterior. Es difícil no distraerse porque el discurso pinta ser largo, pero usted y yo también debemos hacer algún esfuerzo.
A usted le cayó mal que algunos ministros del Presidente, que ahora mismo la tv está mostrando en pantalla, le corrigieran la plana con la cuestión de si existen o no existen presos políticos en este pais. Usted es una persona equilibrada y esa ofensiva a las pocas semanas de la investidura de Alberto le cayó mal. Usted piensa que donde manda capitán no manda marinero, sobre todo si el marinero o la marinera saben menos de política que el capitán. Usted piensa esto aunque Fernández no lo convenza mucho. Lo piensa porque usted y yo somos personas del común que nos atenemos a la sabiduría tradicional de los refranes. Cada vez que la televisión le muestra un plano de las marineras que se le insubordinaron a Fernández con la cuestión de los presos políticos usted no puede reprimir un aliento para el Presidente: “Vamos, Fernández, bajales el copete, aunque detrás esté Cristina Kirchner”.
A usted no le gusta que, agitando el paraguas de la libertad de expresión, los ministros contradigan al Presidente. “¿Adónde vamos a parar?”, me preguntó una tía que se ocupa mucho de política. “¿Adónde vamos a parar si a este hombre lo contradice la misma gente que él nombró secretarios de su gobierno?” Por eso, usted escucha atentamente, deseando que también lo ayuden los gobernadores, además de pedirle todo el tiempo auxilios financieros a la nación. Usted piensa que la bandera federal cubre caudillismos provinciales. Usted piensa también que Fernández no controla territorios K, que son tan peligrosos como esos caudillismos. Y, además, justo ahora en esta mañana soleada se le ocurre pensar que Fernández también debe tener una estrategia clara sobre la corrupción. Usted no quiere aceptar que todo el pasado se hunda en las aguas del olvido.
De todas formas, aunque no haya votado por Alberto Fernández, usted cree que es mejor que le vaya bien y que pueda cumplir con los planes que justamente en este momento ha empezado a contarnos. Escuchemos.