En un país de volantazos periódicos y en el que se repite como un mantra que “no hay políticas de Estado”, hay ciertas continuidades que merecen poner en pausa nuestra folclórica autoflagelación. Una de ellas es el consenso en reformar la Justicia Federal y avanzar hacia un sistema penal acusatorio en el cual los fiscales posean el impulso de la investigación (y que, de pasada, reduzca el inmenso poder de los mitológicos jueces federales). Parte de esta reforma se encuentra en marcha desde 2014, con la aprobación de un Código Procesal acusatorio. El Presidente de la Nación anunció nuevas reformas, cuyo contenido no se conoce, pero que todo el arco político espera con ansiedad.
Un actor clave en la implementación de estas reformas será el nuevo Procurador General de la Nación, que como jefe de los fiscales bajo el nuevo régimen tendrá mucho más poder que sus antecesores. A esto se le suma una peculiaridad de nuestro país: es el único del continente (tal vez del mundo) con un jefe de fiscales vitalicio. Al mismo tiempo, es el único órgano del Estado argentino cuya cabeza es vitalicia y unipersonal. De ser confirmado, el candidato del Gobierno concluirá su mandato a sus 75 años, en 2043. Martina, primera bebé de 2020, podría recibirse de abogada antes de que Daniel Rafecas culmine su mandato.
Si es que lo hace. Desde que se exige el acuerdo de dos tercios del Senado para su nombramiento, la Argentina tuvo tres Procuradores. El primero, Nicolás Becerra, entendió en 2004 que un nuevo ciclo político había comenzado y se fue en paz. El segundo, Esteban Righi, renunció en medio de ruidosas acusaciones provenientes del vicepresidente de la Nación y el proceso de su reemplazo tomó meses durante los cuales se destruyó el prestigio del primer candidato propuesto, el recordado Daniel Reposo. La tercera, Alejandra Gils Carbó, resistió durante años las presiones del propio Presidente de la Nación hasta que, luego de un fallo judicial instado por abogados cercanos al Gobierno que la dejaba a tiro de decreto, plantó la bandera blanca. El Senado desde entonces se negó a tratar el pliego de la candidata enviada por Macri, dejando el cargo vacante por otros dos años.
Nada es casualidad. El carácter vitalicio del cargo eleva los riesgos de prestar acuerdo a cualquier nombramiento, y otorga incentivos a la oposición para demorar el tratamiento del pliego, hasta que un presidente afín vuelva a la Casa Rosada. Simétricamente, eleva los beneficios para un gobierno entrante de forzar la renuncia del Procurador de turno para así poder nombrar a su reemplazo vitalicio. Como es habitual, todos pierden en estos derroches de energía institucional.
El mandato de por vida termina siendo un regalo envenenado. Nos decimos que es necesario para garantizar la independencia del Procurador, pero lo terminamos sacrificando en cada turbulencia política. En el camino, nos perdemos los beneficios de la alternancia en el poder que habitualmente nos recuerdan los constitucionalistas en televisión: evitar la pérdida de sensibilidad a las demandas democráticas, combatir el anquilosamiento en el poder, recordar a quienes ejercen un cargo de semejante importancia, que en unos años, otra persona podrá revisar todo lo que hicieron.
En la antesala de nombramientos importantes es habitual y razonable detenerse en las cualidades personales de los candidatos. Apagado el fragor de la disputa, ya nadie piensa en las reglas que disciplinan estos nombramientos y dedicamos nuestra atención a temas más urgentes. Con un cargo ya vacante hace dos años, sería saludable que el Congreso piense más seriamente en la institución a la que va a rellenar. Legisladores de casi todos los partidos (FR, GEN, MPN, PJ, PRO, UCR) han propuesto en años recientes reducir el mandato del Procurador. Se están encontrando con la oportunidad para hacerlo; tal vez la última en 23 años.
*Abogado (UBA). Magíster y doctorando en Derecho (Yale).