Pasé el fin de semana leyendo a dos mujeres. Una es Patti Smith, que acaba de publicar Eramos unos niños, libro de memorias centrado en su relación con Robert Mapplethorpe que narra el ascenso de dos provincianos al estrellato en el ancho y feroz mundo del arte y la opulencia neoyorquinos. El documental Dream of Life, visto en el Bafici 2009, nos había hecho sospechar de la autora: es una especie de monumento que Smith se dedica en vida, donde necesita demostrar en cada plano cuán querida es por otra gente famosa. Si Eramos unos niños tuviera un índice onomástico, se parecería a una guía de celebridades.
Esta doble biografía cuenta cómo Smith y Mapplethrope –dos artistas dotados pero sin medios– pasaron hambre y privaciones hasta ser reconocidos tras encontrar la disciplina en la que lograron sobresalir: Mapplethorpe quería ser artista visual pero triunfó como fotógrafo mientras que Smith era poeta y dibujante antes de convertirse en estrella de rock’n roll. Curiosamente, aunque le declara su amor a Mapplethorpe en cada página, Smith no puede evitar que aflore la competencia. Describe a su amigo como un arribista social dispuesto a todo y hacia el final del libro le hace reconocer la derrota: “Patti –dijo arrastrando la voz–, te has hecho famosa antes que yo”. Más innecesaria es esta declaración revanchista: “No siento ninguna necesidad de justificarme por ser una de las pocas supervivientes. Habría preferido verlos triunfar a todos, que alcanzaran el éxito. Al final fui yo quien tenía uno de los caballos ganadores”.
Patti Smith no escribe bien pero lo peor de su prosa son las frecuentes incursiones en la cursilería: “En Washington Square aún percibía los personajes de Henry James y la presencia del propio autor”. “Había dejado de nevar y parecería que la ciudad entera, en conmemoración de Andy, estuviera cubierta por un manto de nieve intacta, blanca y evanescente como sus cabellos.” Frente a tanta familiaridad con los próceres, la otra mujer se hace aun más interesante porque habla del mismo medio antes del rock, antes de Warhol, antes de que todo el mundo se diera cuenta de que el arte, la moda, la fama, el dinero y la jerarquía social eran miembros de la misma familia, antes de que los personajes de los libros pasaran más páginas vistiéndose que desvistiéndose, como ocurre en Eramos niños. En Personajes secundarios, Joyce Johnson se ocupa de sus propios veinte años, de su necesidad de huir de la familia y de un destino gris como parte de “los miles que estaban esperando a un profeta que los liberara de las prudentes vidas de clase media que habían sido educados para heredar”. Su profeta fue Jack Kerouac, con quien Johnson tuvo una breve relación sentimental constantemente amenazada por el alcohol, la suegra y la banda de amigotes que rodeaban al escritor, quienes no simpatizaban con las mujeres y las condenaban a un eterno segundo plano. Si Smith se adaptó a estas reglas misóginas explotando la androginia, su precursora Johnson contó lo que significaba ser una mujer con aspiraciones literarias en los años cincuenta. Lo hizo con gran encanto, con orgullosa modestia, con una escritura fluida y desde la lúcida perspectiva de que la vida de los artistas es un mito ajeno e impenetrable al que nunca se termina de acceder. Incluso Kerouac –al que Johnson retrata sin remilgos pero con gran ternura– sabía que la fama era un gran error y un monstruo inmanejable. Smith, en cambio, cree que la condición del artista es un bien inmueble que se compra con talento. Acaso la página más sincera de su libro es aquella en la que Mapplethorpe le pregunta desde el lecho de muerte si el arte no los ha engañado, hipótesis que ella rechaza de plano pero explica una insatisfacción que su fatigoso exhibicionismo no llega a compensar.