Falleció un 9 de Julio. Hombre del interior, radical por herencia y político por vocación, aprendió a respetar desde la infancia las instituciones republicanas. Era hijo de un ministro de Amadeo Sabattini, el mítico gobernador cordobés radical en tiempos de fraude y violencia política. Educado con la exigencia de ser siempre el mejor, cumplió el mandato familiar con creces.
Vino a Buenos Aires convocado por el doctor Juan Palmero, ministro de Interior de Arturo Illia y formó parte del grupo juvenil que trabajaba en la Presidencia según las normas propias de un gobierno austero y patriota. Alineado en el sector balbinista, su triunfo como senador en la Capital Federal, en las elecciones de 1973, sobre el candidato del Frente Justicialista de Liberación, Marcelo Sánchez Sorondo, le permitió darse a conocer en debates públicos, en el tono moderado que era tan suyo (fueron luego amigos personales, más allá de las diferencias ideológicas).
Diez años después, De la Rúa encabezó la línea interna que propuso sin éxito su candidatura a Presidente: conocida la votación, favorable a Alfonsín, éste le ofreció la candidatura a senador por la Capital Federal, con resultados electorales excelentes. Ese radicalismo unido y optimista, sorteó las dificultades enormes de la transición a la democracia, pero quedó atrapado en el juego perverso de una economía endeudada y de una demanda social que desembocó en la hiperinflación del otoño de 1989; en tales condiciones comenzó el decenio menemista. A su término, De la Rúa, ex senador capitalino, y primer jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, se proyectó naturalmente como el mejor candidato opositor para enderezar al país en los valores republicanos.
Tenía condiciones para el cargo; su formación intelectual le permitía abordar con facilidad los grandes temas de la política internacional. En cambio, las cuestiones pequeñas que también forman el entramado de la política, no lo atraían.
Por otra parte, su gestión debía marchar en forma armoniosa con el Frepaso; salvo excepciones, eran muchas las diferencias de forma y de fondo entre los socios de la Alianza. Más difícil aún era el dilema entre mantener la paridad dólar/ peso o terminar con ella, sin dejar de pagar las deudas contraídas. En ese marco, y sin más activos del Estado para vender, porque hasta YPF había sido enajenada en la presidencia Menem, el gobierno de la Alianza carecía de los instrumentos necesarios para atender los reclamos de la producción y el trabajo. A esto se sumó la crisis de los partidos tradicionales sobre los cuales debía construirse la alternancia republicana. En el peronismo, pujaban el riojano Menem con el bonaerense Duhalde. En el radicalismo, el alfonsinismo se identificaba con la social democracia, y acusaba al delarruísmo, de conservador.
En los centros de decisión internacionales el caso argentino, el país siempre endeudado que pretendía vivir como rico, fue visto como merecedor de un correctivo; en la Argentina, muchos pensaron que una crisis terminal les permitiría ocupar los primeros planos y empezar de cero. En ese tironeo pocos se detuvieron a pensar en cuidar al ciudadano de a pie. Así fue como estalló la violencia y el caos y en la dramática tarde del 20 de diciembre De la Rúa renunció. Por esas peripecias de la historia, la Ley de acefalía que él mismo había propuesto en 1975, en la presidencia de Isabel Perón, le sirvió a Duhalde para acceder al cargo, en una jugada política debatida con aspereza en estos días, a partir de su muerte, como ejemplo de historia viva, cuyo peso se hace sentir en el presente.
Me acerqué a De la Rúa junto al grupo de radicales que nos opusimos a la reforma constitucional pactada en Olivos. Después, elegido jefe de Gobierno de Buenos Aires, gracias a esta reforma, lo acompañé brevemente en el área de Cultura. Fueron tiempos conformes a la personalidad de ese político ordenado y formal, que pensó a la Ciudad porteña con dimensión propia.
Fue velado en el Congreso, como sus predecesores, Illia (1983), Frondizi (1995) y Alfonsín (2009), todos ellos hombres de la República y de la democracia, más allá de aciertos y errores, cuyos mandatos resultaron acortados porque, se sabe, no es fácil gobernar según reglas claras en una sociedad turbulenta.
*Historiadora.