El cambio climático avanza sobre la agenda pública internacional. Estados, empresas y medios de comunicación, con la consigna de salvar al planeta. Hay activistas y divulgadores serios y nuevas propuestas encaramadas en el ambientalismo que no siguen más que fines comerciales. A nivel popular, algunas buenas prácticas van colando lentamente, ya sea por convicción, por ahorro o porque no queda otra. Pero predominan la falta de idoneidad política e información clara, y se nos bombardea con índices de contaminación, radiación y otras catástrofes cuyos orígenes nos cuesta discriminar y comprender. Algunos reciclamos sin saber a ciencia cierta adónde van a parar nuestros residuos, otros se animan a las huertas, el autocultivo, y otros, excepcionales, van por los autos eléctricos. ¡Y hay quienes alucinan con los viajes en barco a lo Greta Thumberg! Muchos compramos, creo, lámparas de bajo consumo. De las que vienen cálidas y frías. Y acá es donde esta columna naufraga en la anécdota personal, donde el lector, que pudo haber pensado que iba a encontrar algún dato de valor en lo que a la preservación de la vida en la Tierra respecta, debería retirarse.
Por trabajo, en febrero paré en un hermoso hotel de la costa atlántica. Un edificio de los años 40. Habitaciones de techos altos, pisos de madera, ventanas con la celosía de metal original, cero plástico, cero blackout. Llegué a la mañana, entraba el sol por la ventana, se veía todo dorado, hasta las lavandas fragantes del escritorio parecían amarillas; me sentí Grace Kelly. A la noche, reventada después de alternar trabajo con playa y asado, no veía la hora de volver. Me arrastré por el lobby, con algo de fuerza para apreciar lo lindo que se veía sin luz solar, con su piano y los veladores Thiffany, hasta que llego a mi cuarto, enciendo la luz y ¡zas! Una inmunda lámpara fría transformó lo que de día era bello en la peor pesadilla. Los muebles, los pisos, mi propia piel, todo con ese aspecto mortecino que alguna mente maligna concibió. Quizás la de alguien que boga la destrucción del mundo, boicoteando todo gesto destinado a salvarlo a costa de mostrarnos, como magistralmente hizo Jaques Tati en la escena del drugstore en Playtime, que, con solo un cambio de luz, la vida deja de valer tanto la pena.