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ensayo

Intelectual y militante

La diputada Adriana Puiggrós revela en Rodolfo Puiggrós (Editorial Taurus) que su padre fue víctima de la pasión necrofílica de nuestra historia: un grupo político residual embalsamó su cadáver. Su relato inicia la narración de la vida de quien fuera uno de los más relevantes intelectuales militantes de la segunda mitad del siglo XX. Un hombre que fue anarquista, comunista y, finalmente, peronista y montonero.

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Mi papá estaba como vivo, vestido con su traje verde oscuro, el pelo y los bigotes teñidos del pelirrojo de sus años jóvenes, la tez lozana, la piel maquillada, un rictus de inmenso cansancio, corbata. ¿Tenía corbata, Mara? Lo vimos, nos abrazamos, el desenterrador sumó a un ayudante y juntos llevaron el ataúd abierto hacia la zona de las oficinas. Llorábamos. No nos dio terror, sino indignación, pena, una enorme pena por la condición humana. Sentimos muy de cerca la presencia de lo siniestro: quienes cometieron el ultraje eran los restos descompuestos de aquella heroica generación desaparecida que se había entregado a la revolución para gestar al hombre nuevo.
No lo cuentes, te va a perjudicar, me dijeron varios cuando regresé a Buenos Aires.

No fundaré mis opiniones en un ocultamiento. Sólo de mala fe alguien confundiría lo que estoy diciendo, respondí.
¿Qué articulación perversa permitió que el cuerpo de mi padre, crítico acérrimo de la burocracia soviética, fuera tratado con técnicas cubanas herederas de las que aplicó el patólogo Alexei Ivanovich Abrikosovun al cuerpo de Lenin, por orden de Stalin, quien descalificó el pedido que el propio Lenin hiciera en su testamento de ser enterrado en Petrogrado junto a su madre?
La otra pregunta que cabe es: ¿qué siniestros vínculos entre la muerte y los rituales de la política se construyen en nuestro país? Porque no podemos atribuir a los inspiradores del embalsamamiento de mi padre identificación alguna con rituales soviéticos completamente ajenos a su universo cultural. Los burócratas y los embalsamadores cubanos, en cambio, efectivamente eran herederos de los saberes y rituales correspondientes.
Llegó un puñado de amigos argentinos y mexicanos. Varias mujeres, dos de ellas adolescentes. Todos nos abrazamos. Vinieron los empleados del Panteón a decirme que era difícil llevar el embalsamado al crematorio, que cierto procedimiento, no sé si de naturaleza ritual o natural, tardaría unas horas. Esperamos. Horas después vimos entrar el ataúd al crematorio, y luego salir a un empleado que me entregó la urna –“de madera rectangular (adulto)”, según reza la boleta–, que habíamos comprado horas antes en Miguel Angel de Quevedo 483, una funeraria de la colonia Coyoacán, y una bolsa de plástico que contenía cenizas que la rebasaban.

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Desparramé las cenizas embolsadas en el mismo cementerio, en tierra mexicana, ésa que papá quiso tanto. Nos llevamos la urna. Paola Stefani La Madrid, hija de mi amiga Mara, la tuvo depositada en la casa que compartía con unos compañeros mexicanos. La noche antes de partir, agradecí que los mexicanos fueran ceremoniosos con los muertos y que, con ese mismo respeto, nos acompañaran intelectuales y profesores mexicanos y “argenmex”, dirigentes del psum, como el economista Eduardo González, y otros amigos, en la casa de Mariclaire Acosta, donde las cenizas de mi padre tuvieron su última morada mexicana.La fe se transformó en indagación en la trayectoria de Rodolfo. A la etapa libertaria le siguió el depósito de la fe en los dioses del socialismo, que después de un tiempo le resultaron cuestionables. Aun en su etapa estalinista leía al marxismo-leninismo desde la historia de la filosofía y de la sociedad y debía esforzarse por sostener la clave doctrinaria. Esta última postura se tornaba sectarismo cuando la escena familiar de la casa paterna se constituía para él en un lugar de soledad, porque nadie compartía sus ideas y todos esperaban que las abandonara. En ese ámbito, Rodolfo, definitivamente resignado a la incomprensión, se parapetaba en eslóganes de tono casi místico, que recorrieron desde la justificación a ultranza de la URSS hasta la defensa ferviente de Perón. Sin restar peso a su propio contenido, las fuertes confrontaciones políticas permitían a la familia expresar, en un lenguaje político, el dolor que les había provocado que el hijo mayor abandonara el catolicismo y el destino de clase que se le habían adjudicado. Quizá la decisión de Rodolfo dolía más porque se trataba de su renuncia a las funciones del primogénito, l’hereu, tan importante en una familia catalana (...).

Rodolfo José Puiggrós, mi padre, nació el 19 de noviembre de 1906, en el número 1320 de la calle Independencia –años más tarde ensanchada y convertida en Avenida–, en la Ciudad de Buenos Aires. Además de sus padres, José Puiggrós y Margarita Gaviria, su familia cercana estaba integrada por sus abuelos y varios tíos maternos. El abuelo Francisco Gaviria, padre de Margarita, tenía una librería de viejo en la Avenida Belgrano, frente al cuartel de bomberos. Uno de sus hijos, Paco, participó de la primera generación de conscriptos del país, la de Cura Malal, en 1896. El menor, Luis, fue dueño de una papelería en Defensa, que luego trasladó a la calle Uruguay, frente a Tribunales. Calavera de la familia, Luis volvía a la casa de madrugada, era un “farrista”, como se les decía entonces, y vivió durante muchos años en concubinato, hecho que nunca se mencionaba en voz alta. Para nosotros, los sobrinos nietos, sería el tío “Pelado” o tío “Zanahoria”. Lo esperábamos escondidos entre las columnas rodeadas por macetones en la entrada principal de la casa de la calle Santa Fe, en la que por entonces vivían Margarita y José, para gritarle: ¡Tío Zanahoria! Y salir corriendo para que no nos pescara.
Rodolfo fue el hijo mayor –l’hereu, el primogénito, en catalán–; luego nacieron Ernesto, en 1908; Alfredo, en 1910; Guillermo, en 1911, y Oscar, en 1918. Como puede notarse, mi abuela Margarita nunca dio a luz la ansiada nena aunque, como en esa época el misterio se develaba en el alumbramiento, esperó a algunos de sus hijos con un ajuar color rosa.

Cuando tenía alrededor de veinte años, Rodolfo acometió la escritura de una novela que tituló La locura de Nirvo, que firmó, cuando tuvo la oportunidad de publicarla, con el seudónimo Rodolfo del Plata. Su protagonista, Nirvo, es su alter ego, un joven romántico –y por ello soñador, al mismo tiempo fantasioso y desesperanzado–, lector voraz que ama la soledad y que vive en el último piso de la casa de la familia Salvadel (también, a su modo, concebida en paralelo con los Puiggrós), rodeado de libros; lo cual, más que un dato resulta una metáfora de su lugar en la vida: los días de Nirvo transcurren alejados de lo cotidiano porque no hay intereses “terrestres” en él: espíritu y mente lo definen por completo. Como es fácil imaginar, representa una enorme preocupación para sus padres, que no alcanzan a ver en su horizonte un futuro auspicioso. (...)
En esa década de 1930 la soledad sin destino o la utopía colectivista aparecían como fuertes opciones. Rodolfo tampoco se conformó con la prosa obrerista de Boedo. Cuando adscribió a la política soviética de clase contra clase, declinó aceptar acuerdos parciales en todos los órdenes de la cultura y de la política, postura que sólo cedería, quince años después, en su relación con el peronismo.

En 1930, mientras los martinfierristas y los boedistas apoyaron el golpe militar que encabezó José Félix Uriburu el 6 de septiembre, Rodolfo ya estaba sumergido en la lucha por la “revolución proletaria”. Años después, Enrique González Tuñón colaboró con las fuerzas republicanas en la Guerra Civil Española; y a su regreso, Natalio Botana lo incorporó a la redacción del diario Crítica. En los espacios de la sala de redacción y del Whisky Bar, situado enfrente del diario, Rodolfo frecuentó a ambos hermanos González Tuñón. Enrique murió de tuberculosis en 1943. Mi padre siguió siendo amigo por muchos años de su compañera, María Luisa Carnelli, y profundizó su amistad con Raúl, el hermano.

Aún puedo evocar el dolor con el cual los amigos seguían recordando a Enrique cuando, años después y siendo yo una niña, mi padre me llevaba cada semana a la redacción del diario. Entonces, y mientras él escribía alguna crónica increíble de hechos no comprobables encargada por la directora, doña Salvadora Medina Onrubia, o por el gordo Petrone, jefe de Redacción, yo iba y venía de la teletipo, que no paraba de escupir cables. En puntas de pie alcanzaba su extremo, tiraba hacia afuera y corría a entregarlos a algunos de los periodistas que golpeaban las teclas de las viejas máquinas de escribir. No consigo traducir en palabras el ruido de la teletipo, ni el de la rotoplana, pero su sonora monotonía me sigue acompañando. Otras veces mi padre me llevaba a la reventa de Crítica, un lugar transitado por sombras misteriosas, poblado por personajes como “el Diente”, cuyas atractivas historias de matonaje e ilegalidad relataba una y otra vez mi padre, pero que yo he olvidado.

Luego cruzábamos Avenida de Mayo para ir a sentarnos en el Whisky Bar. En torno a una concurrida mesa cuadrada de madera oscura, que en verano ubicaban en la vereda –lo cual ampliaba el espacio del pequeño café–, se desarrollaba una fascinante discusión entre periodistas, intelectuales y refugiados españoles, todos ellos protegidos, premiados o castigados por Natalio Botana o Salvadora Medina Onrubia, según las épocas, que se confunden en mis recuerdos.

Mi padre coincidía con Elías Castelnuovo en las conferencias, reuniones para adherentes y otros espacios político-culturales del entorno del partido. Sus intereses, aunque antes habían estado teñidos de lo literario, en ese tiempo eran descarnadamente políticos. Se reunían en la buhardilla de Elías, que quedaba en las calles Sadi Carnot y Rivadavia. En las siguientes décadas se encontraban en nuestra casa de la calle Paraguay y luego, en la de la calle Volta, y también en la suya del barrio de Liniers. Castelnuovo siguió siendo amigo de papá durante los años aciagos de la expulsión del PC, del cual se había considerado un “compañero de ruta”.

*Diputada nacional.