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Justificadores, procesistas y desilusionados

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De tanto repetir aquello de que “el poder corrompe”, casi toda la sociedad parece convencida de que la frase es cierta. Asumir esa sentencia es tan indulgente como suponer que “la oportunidad hace al ladrón” y no que es este último el que busca y genera la oportunidad.
La realidad marca que, las más de las veces, el poder sólo hace que la enfermedad se desarrolle en quien tiene el virus, una suerte de portador sano. Esto es: el poder no convierte en miserable a quien no lo es, ni en corrupto a quien no tiene a un “alta trampa” escondido en un rincón de los escrúpulos. El poder no corrompe, delata.
José López y sus bolsos estaban a la vista desde mucho antes de su Halloween en el convento de General Rodríguez. Estaba ahí como muchos otros casos. Creer, o pretender hacer creer, que López es un lobo solitario, un sorpresivo caso invertebrado, es una estrategia que, salvando distancias, se emparenta a los argumentos de los defensores del proceso militar, que mientras se desenterraban y salían a la luz delitos aberrantes, admitían con impostada convicción que había habido “errores y excesos” en su lucha trucha por la defensa de la patria. En esa sintonía de pensamiento, hay quienes hoy enarbolan una dudosa teoría de la proporcionalidad entre funcionarios honestos y corruptos, como si se tratara de hacer promedio (tampoco hay garantía de que el promedio les sea favorable). Curiosa similitud para quienes verbalmente o con hechos en otro momento se opusieron o condenaron a esos delincuentes de uniforme. Como si hubieran pasado de combatir la obediencia debida a aceptar la obediencia De Vido.
Una parte del pensamiento políticamente correcto viene ejerciendo desde hace años una suerte de “cuidaculismo” que se apura en aclarar que hombres e instituciones no son lo mismo. Usan otra frase cliché como “no se debe confundir a los malos policías con la Policía”. Pero así como los policías que delinquen son un problema para la Policía, o los curas pedófilos son un problema de la Iglesia, pretender que quienes gobernaron en los últimos doce años no son responsables por acción u omisión por “los López” que tuvieron zona liberada es negar que las instituciones no son otra cosa que el producto de lo que hacen los hombres y las mujeres que las conforman.
Más curioso aún (o no tanto) es que la propia ex presidenta haya elegido para despegar públicamente de sus responsabilidades una versión light de la “teoría de los dos demonios”, utilizada en su momento para justificar o perdonar el terrorismo de Estado. Lo hizo al ensayar una victimización de los coimeros oficiales apuntando a los empresarios privados, como si ambos delitos, condenables, fueran iguales. Como si todos fueran delincuentes para que nadie lo sea.
Con el hecho de película consumado, algunos de los que durante mucho tiempo metían intencionadamente a todos en la misma bolsa para descalificar críticas, y hasta hace cinco minutos no dudaban en tildar a izquierda y derecha de destituyentes por hacer públicas las denuncias que ahora rompen los ojos, hoy son los primeros en pedir que se separen los tantos, que se distinga la parte del todo. No son los únicos: hay quienes, sin remedio ni retorno, sobreactúan lealtad y mantienen el libreto; otros, que eligieron la dignidad del silencio y muchos que, incrédulos, abren los ojos y descubren la nueva realidad desilusionados, como si asistieran a aquella imagen casi final de la vieja Duro de matar en la que, sorprendido en lo alto del edificio cuando saqueaba los millones de la bóveda, el villano Hans debía admitir que, en el fondo, todo había sido una gigantesca puesta en escena para enmascarar un gran robo.