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Kafka en Letonia

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Como soy autor, a veces mis editores extranjeros me mandan los libros que me corresponden. No saben que desatan un trámite irracional en ese correo infecto de la aduana en la calle República Federativa de Brasil (según Google Maps) o Letonia sin número, según la burocracia del correo. Los libros no pagan impuestos y deberían ser dejados en casa por el cartero. Pero en aras de simplificar, ahora todo lo que sea paquetoso debe ser retirado en ese ángulo desgraciado de la ciudad, luego de tres horas de cola y mediante el pago de una tasa de presentación de importación. Cada día de demora implica pagos de almacenamiento. Cuando los libros (que son gratis) me llegan en vacaciones termino pagando más de lo que mis artículos valen en mercado y pienso en las moneditas de níquel o de bronce que dejan de circular cada vez que su fabricación excede el costo que simbolizan.

Esta vez me tratan mal de entrada (los empleados deberían advertir con cautela que la gente está viendo masivamente la película de Szifrón), así que pido se me explique por qué debo pagar esta tasa por un artículo que debían dejarme en casa y que está eximido por la ley. Además, me gustaría que me pidieran disculpas. Se me ríen un poco. Me dicen que la aduana es la responsable: ellos le cobran al correo automáticamente, sin importar lo que haya en el paquete. Le confieso que se lo voy a preguntar al aduanero. No tiembla nada.

El aduanero viste guardapolvos y guantes como si mis libros fueran cosa infecciosa. Abre el paquete, verifica que son libros preciosos y portugueses, me desea buena suerte y le espeto la pregunta: ¿por qué le estoy pagando? Sorpresa: la aduana no cobra nada, y esto es decisión del correo. En la calle Brasil –o tal vez Letonia (se ve que el cambio de nombre responde a que hay otra calle Brasil pero nadie lo había notado, y ya he dicho cuánto me gustan estas fallas en la matrix que revelan que a las ciudades no las planea nunca nadie)– la circulación del trámite hace que no puedas volver atrás: hay un molinete desvencijado cuyo uso comprendo por primera vez. Hago lo imposible para ir en sentido inverso y decirle al primer burócrata: “Me mentiste en plena cara”. Explico todo a cada guardia del sentido (de circulación); miento con mesura (“Soy periodista de PERFIL e investigo el origen de este impuesto no reconocido por ninguno”) y logro llegar al inicio. Le pido al mismo tipo hablar con su superior.

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El superior es un señor Osvaldo y es el encargado general del correo: viste traje y lo puedo buscar por ahí. Claro, en Letonia todo es “por ahí” y todos tienen traje. Pero lo hago igual: ya perdí tres horas de mi día y me da lo mismo perder cuatro si al menos averiguo algo útil para el mundo.
Doy con él en una oficina del edificio de al lado. Detrás de mí se han acumulado reclamos mucho más graves: a una señora le han mandado los medicamentos para su tratamiento de vuelta al país de origen porque el día que fue a retirarlos estaban de paro, pero la tasa se la cobraron igual, sin mercancía. El señor Osvaldo nos separa y nos dice que nos va a atender de a uno. No hay oficina donde lidiar con el absurdo, así que me lleva a un patiecito en la entrada. La señora quiere oír y Osvaldo la empuja a distancia prudencial. Pienso que no estoy de suerte: Osvaldo debe hacer esto cada veinte minutos y aun así no ha renunciado a su trabajo. Quiero que me reintegren el impuesto que me cobran por default y quiero también una disculpa. Repite la misma sandez: que esto no es un impuesto sino una tasa. No entiendo la diferencia; hice el bachillerato y no el perito mercantil. Me habla de que la culpa es de la terrible aduana y de lo que estoy importando. Le explico que ya saneé mis deudas con el aduanero y que el impuesto no corresponde. No sabe qué decirme y repite lo primero, cada vez más fuerte. Lo escucho en durísimo silencio, seguro de que alguien notará el agujero negro, y de que esto y Osvaldo acabarán por extinguirse como el Triceratops y siento más pena que rabia.

Además, el impuesto es de apenas $ 40. Soy un miserable reclamando este vueltito, que hará rico a no sé quién pero que es algo menos de lo que quiere el trapito que afuera mantiene mi auto seguro, al resguardo de los escombros que caerán sobre las almas cuando todo esto se derrumbe.