El kirchnerismo no está terminado, por la sencilla razón de que nunca ha existido tal cosa denominada kirchnerismo. Si reservamos el sufijo “ismo” para aquellos fenómenos políticos que hacen referencia a alguna doctrina, teoría o sistema, lo que llamamos por simple convención “kirchnerismo” ha sido en esencia un esquema de gerenciamiento del peronismo. Esquema que, al no poder continuarse en el tiempo, exhibe ya la disputa por quién será su próximo CEO.
De todos modos, el gerenciamiento kirchnerista presenta dos etapas bien diferenciadas. Puede decirse que al primer kirchnerismo, el de Néstor Kirchner presidente, le “sobraba el ismo” y que al segundo kirchnerismo, el de Cristina Fernández presidenta, “le falta Kirchner”.
Me explico: el kirchnerismo fase I fue un esquema de poder casi en estado puro, en el que Kirchner usufructuó todas las plasticidades que le daba un sistema político y un sistema económico colapsados. En ese esquema, Kirchner desplegó un esquema de decisión jerárquico en el que, sin embargo, él era un primus inter pares de los gobernadores e intendentes, a los que respetó siempre sus territorios políticos convocando a todos los que quisieran jugar con él. Solía bromear que los radicales K eran en realidad radicales Q, o sea, radicales “que” tenían votos. Y en cuanto a la economía, Kirchner exhibió un manejo bastante conservador, con la intención de normalizarla y, ya que estaba, introducir algunos de sus amigos patagónicos dentro de ese privilegiado grupo social que son los contratistas del Estado. Es cierto que Kirchner exhibió decisiones que tenían un marcado contenido ideológico, como cuando le ordenó al general Bendini –con un estentóreo “proceda”– subirse a un banquito y descolgar de las paredes del Colegio Militar el cuadro de Videla. Sin embargo, esas decisiones tenían como objetivo fundamental demostrar autoridad para contrarrestar el “estigma del 22%”, ese porcentaje nimio de votos con los que fue elegido y que hacía que los augures estimaran que ocuparía poco tiempo la Casa Rosada.
En contraste, en el kirchnerismo fase II, el de Cristina Fernández (que emerge luego de la muerte de Kirchner y después de un período de transición ambiguo de cooperación y tensión entre ambos), la Presidenta se coloca en una posición sobreelevada al resto de los actores políticos y económicos, cualitativamente diferente. Desde allí se erige como la manifestación viva del Bien Público y abomina jacobinamente de toda intermediación entre la Gente y Ella (sea la intermediación de los partidos políticos o la de los medios de comunicación). Una dinámica en la que exhibe una radicalización de su experiencia como legisladora y en la que se hace evidente su nula actividad previa en la gestión de las efectividades diarias que implican gobernar una intendencia o una gobernación.
En esa apelación directa a la “gente”, la Presidenta llega a desestimar las elecciones legislativas como fenómeno de balance partidario, considerando más bien el resultado en las urnas el producto de su lucha con las corporaciones. De allí que convoque a sus “titulares”, por entender a los miembros de la oposición política como simples “suplentes” de los intereses corporativos.
Semejante concepción del poder, sólo equilibrada por las limitaciones naturales que tiene el poder político en la Argentina, no puede tener ni representantes, ni sucesores ni herederos, habiendo fracasado simultáneamente en esa fabulosa Cruzada de los Niños de reemplazar a las autoridades electas de todo el país por miembros de La Cámpora y en el proyecto de reforma constitucional que eternizaría a la Presidenta en su cargo.
A punto tal que, se verá en qué medida Cristina Fernández puede influir, ya sea como gran electora o gran deseleccionadora, en la entronización de la nueva gerencia peronista, que hoy amenaza con relegarla al pasivo papel de la prescindencia nostálgica.
* Politólogo.