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POBREZA

Kirchnerismo y relativismo

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Los índices oficiales, especialmente los que se refieren a la pobreza, han sido motivo de preocupación y críticas a lo largo de estos años, y volvieron a ser el foco de la discusión con la lamentable muerte de Oscar Sánchez, el joven qom que sufría de desnutrición. El problema no es sólo legal, sino también técnico y ético. Es técnico porque, al estar los índices alterados (o, como sucede hoy, ni siquiera estar disponibles), no brindan una guía útil acerca de la realidad del país.
Es dable presumir, entonces, que si no hay voluntad de reconocer los problemas, tampoco habrá voluntad real de solucionarlos. Es también ético, por ser una burla a cada uno de los ciudadanos que pasa hambre y, en general, a todos los argentinos que pagan impuestos para mantener institutos que o bien dan información falsa o ni siquiera informan.
Aquí quiero concentrarme en un problema de otra naturaleza, también importante, pero pocas veces tratado explícitamente. No dar a conocer la cifra real de pobreza forma parte de una estrategia más amplia, que incluye también otras actitudes del Gobierno, y que encuentra apoyo teórico en buena parte de la intelectualidad oficialista. La estrategia consiste en despojar el debate político de datos duros, y que todo se vuelva
“opinable”. Entonces, si no hay hechos, y todo depende de la “verdad relativa” de cada persona, tampoco existen problemas objetivos que solucionar: ya no hay pobreza, desempleo ni inflación. Si todo es subjetivo, el Gobierno no puede ser responsable de ningún hecho objetivo. Queda absuelto de culpa y cargo en la oscuridad de un debate político que tiene cada vez más conceptos abstractos, y menos datos concretos; más referencias a los interlocutores, y menos a las ideas.
Este tipo de relativismo no es nuevo, sino que viene teniendo un rol protagónico en entornos universitarios. También está presente en debates cotidianos. Ante dos opiniones contrapuestas, es usual escuchar expresiones del tipo: “Vos tenés tu opinión y yo tengo la mía, ambas son válidas”. En general, pretenden dar por terminado un debate apelando al carácter relativo de la verdad, pero lo hacen de manera falaz. En efecto, si
“opinión válida” significa que hay un derecho a expresarla, entonces es correcto, pero no agrega nada: la pregunta interesante es qué opinión está mejor respaldada por evidencia, no si hay un derecho a expresarla. Si, en cambio, “opinión válida” significa que está bien respaldada por evidencia, entonces es circular: es una razón para presentar la evidencia, no para terminar el debate.
No hay duda de que esta lógica relativista es atractiva. Por un lado, como todo es opinable, ya no necesitamos preocuparnos por la argumentación rigurosa ni por la recolección de datos. Podemos decir lo que queramos desde nuestra “verdad relativa”,
y siempre que sea con un lenguaje pomposo, y haciendo gestos de intelectual, quedaremos bien. Por otro lado, es una lógica que en principio parece progresista, por su aparente compromiso con la diversidad de ideas. He ahí la confusión: que haya un derecho a dar cualquier opinión no implica que todas sean fundadas. El relativismo que aquí critico da a entender lo último.
El gobierno y los intelectuales afines han sabido explotar bien el atractivo de esta corriente tan popular en Argentina. Es que este trasfondo intelectual les viene como anillo al dedo para relativizar todos los problemas, que quedan sumergidos en un mar de conceptos abstractos y chicanas. Asumir que la alta pobreza es un dato objetivo sería asumir el compromiso de lidiar seriamente con ese problema. ¿Por qué no relativizarla, aprovechando que también contamos con apoyo de parte de la intelectualidad? No cabe duda de que la estrategia es impecable. Pero su estatus ético es muy cuestionable.
    
*Profesor, Escuela de Derecho, Universidad Torcuato Di Tella.