En un episodio risueño que tuvo lugar esta semana, el presidente de la Cámara de Diputados debió advertir a una diputada muy delgada que no daba el presente en la sesión porque la banca estaba preparada para registrar la presencia a partir de un peso de 50 kilos. No es la primera vez que ocurre, otra diputada actual tiene el mismo “déficit” y recuerdo en anteriores períodos a Marcela Durrieu, con quien recordamos en twitter esa anécdota. Sergio Massa le sugirió “poner un libro por ahora”. En fin, será noticia el libro elegido para tal destino... Parece un tema banal, pero ningún tema es banal para la agenda feminista. Y me recordó una reflexión sobre mi propio paso por la función legislativa.
Una agenda feminista tiene la radicalidad política de reconocer la naturalización de formas de opresión múltiples y cruzadas, que encuentran su soporte material en los cuerpos, y cuya permanencia a través de diversos sistemas políticos denuncia la raíz patriarcal de la democracia occidental (que es sexista, pero también racista, clasista, heterosexista y adultocéntrica). El feminismo quiere ir a esa raíz, revisar el contrato sexual implícito, revisar la subjetividad y el cuerpo de la ciudadanía, analizar no sólo los estereotipos de género sino sus jerarquías y su empecinada dicotomía, volver a definir –pero ahora con voz y voto- el alcance de la comunidad política y sus formas de inclusión y participación.
Es importante, pero no nos alcanza, ingresar en los espacios premoldeados de la política androcéntrica. Para saberlo recorrimos un largo camino, desde las orillas del sufragismo del siglo XIX, hasta las políticas de igualdad de oportunidades y de trato entre mujeres y varones, incluyendo la paridad y el reconocimiento de nuevos paradigmas regionales emancipatorios en los que el feminismo se incorpora a otras luchas y otras miradas que hasta hace muy poco lo excluían.
Después de muchos años de activismo en el movimiento de mujeres, y con una dedicación casi exclusiva a la vida académica (cierto que en temas vinculados a la teoría feminista) me tocó entre 2007 y 2011 ver la escena política desde una banca legislativa, y eso me hizo volver la mirada sobre nuestras reacciones al llegar a lugares de poder, y me sugirió otros límites para alcanzar una sociedad verdaderamente equitativa.
Me pregunto si así como hay "un techo de cristal" no habría en el sillón presidencial...
Todas hemos oído hablar del “techo de cristal” para referir esa singular experiencia de las mujeres de no alcanzar los niveles superiores de una estructura pero no poder tampoco definir ni visualizar las barreras que lo impiden. También del “piso pegajoso”, esa inmovilidad que nos hace quedarnos en un lugar de la escala en el que hemos alcanzado equilibrio, sobre todo entre nuestra vida laboral y nuestra vida privada, y nos impide arriesgar aunque tengamos oportunidades, ascender a otros lugares a los que aspiramos pero presentan desafíos que no conocemos y nos pueden obligar a renegociar esos difíciles equilibrios. Son dos claros síntomas de la falta de mujeres en los altos lugares de poder.
Quiero ahora analizar otra metáfora, que está vinculada a las bicicletas y no a las escaleras. Hace mucho tiempo mi hijo compró una bicicleta, y me asombró ver entre los accesorios ofrecidos un asiento especial de gel “con canal prostático”. El objetivo de ese asiento, decía el folleto en “lenguaje neutral”, era hacerlo más confortable, y prevenir riesgos como entumecimiento, infecciones, rozaduras, problemas de próstata e incluso impotencia . ¿Para quiénes era confortable, para quiénes eran esos riesgos y el consecuente beneficio del diseño ergonómico? ¿Estaban previstos otros riesgos y consecuentemente otros beneficios para otras corporalidades, en particular las femeninas?
Me pregunté si así como hay un “techo de cristal” no habría en el sillón presidencial, en los sillones ministeriales, en las bancas legislativas, un invisible “asiento de cristal con canal prostático”. Algo que impone un molde a la forma de pensar y decidir, a la forma de dar un discurso, a la forma de interlocución con los grupos de interés y con la oposición, con los ceremoniales de la política exterior. Un diseño ergonómico-político que resulta confortable para los varones y los ayuda a no poner en riesgo su masculinidad, su construcción de subjetividad, su educación emocional; pero que a las mujeres nos hace sentir sistemáticamente en terreno ajeno, crea un filtro de incomodidad que obstaculiza nuestros movimientos espontáneos, nos quita energía y nos acorta la vista del paisaje.
El “asiento de cristal con canal prostático” ya estaba allí cuando llegamos, y aún en proyectos pretendidamente revolucionarios nos impone un formato de acción y expresión en el que nos responsabilizamos a nosotras mismas por no encajar, y para lograrlo procuramos demostrar que merecemos las condiciones que se nos ofrecen. Esto enajena las posibilidades de un cambio profundo en el modelo patriarcal de la democracia.
Salidas posibles. Para esa enajenación hay diversas salidas: una es procurar acomodarse al nuevo molde y moverse como hemos visto que lo hacían los anteriores ciclistas, pensando que por ser recién llegadas nos resulta incómodo, pero que con el tiempo seremos expertas como ellos, siendo el modelo de experticia el masculino.
La segunda estrategia es declarar a los cuatro vientos nuestra incomodidad, decir que a las mujeres todos los asientos nos resultan incómodos porque son para un poder masculino y las mujeres somos diferentes, estamos hechas para parir, y la naturaleza y la historia nos condenan a este sufrimiento. Esta estrategia puede combinarse con la promoción de asientos con canal de parto, especiales para mujeres.
La tercera es investigar (o consultar a quien lo haya hecho) si ese es el asiento obligado y en todo caso cuál es el catálogo de posibilidades, permitiendo que los múltiples modelos sean accesibles para todos los usuarios y usuarias, ya que todos los géneros mantienen diversidades corporales internas.
...en los sillones ministeriales y en las bancas un "asiento de cristal con canal prostático"
Y finalmente, para las muy audaces: discutir técnicamente y colectivamente otras posibilidades y no detenerse en la dicotomía, organizar un emprendimiento de nuevo diseño ergonómico de la magistratura, del poder presidencial, de la justicia, de la representación sindical, que contemple todas las diversidades y no sólo la de género, a partir de la constatación del desajuste femenino.
Las cuatro estrategias representan otros tantos modos de la política feminista. La primera se identifica con el feminismo liberal, que sostiene que alcanza con levantar la barrera que impide el acceso de las mujeres a los espacios públicos, pero admite la neutralidad de instituciones como la ciencia, el derecho o la política. La segunda correspondería al feminismo de la diferencia, esencialista y apegado a la maternidad, que torna reivindicativas las condiciones que el conservadurismo nos atribuyó durante siglos. La tercera corresponde al feminismo social reformista, que procura avances concretos en la distribución de bienes sociales, con sensibilidad para las diferencias y estrategias de diversificación en las intervenciones del Estado, pero sin cambiar drásticamente el sistema de producción existente.
Y finalmente, para las muy audaces, un feminismo popular y comunitario, un feminismo revolucionario que se disponga a repensar el sistema en su totalidad, incluyendo no sólo en la distribución sino en el reconocimiento y la representación a todos los sujetos excluidos de una democracia imperfecta desde su origen, pero cuyas alternativas no están a la vista sino que surgirán de un debate colectivo e incluyente, donde esta vez las mujeres y las diversidades nos aseguraremos de estar presentes.
Esta última estrategia es tan atractiva como difícil. Y no sólo es utópica en sus resultados sino en su propio punto de partida. Deberemos persuadir a nuestros compañeros revolucionarios de dejar de ser machistas, a los movimientos que se proclaman anticapitalistas y antirracistas, de proclamarse también antipatriarcales. Deberemos decirles a los líderes latinoamericanos que no sólo estaremos atentas a su misoginia (y al machismo que revelan sus vidas privadas) y demandaremos respuesta a nuestras necesidades y derechos, lo cual es obvio, sino que queremos que la transformación no nos quite la alegría, y que si no nos permiten bailar, no nos interesa su revolución.
¿Qué haremos con las bancas del Congreso? Lo que hagamos con la vida. Esa no es una tarea menor, pero es la que me interesa inspirar.
*Doctora en Filosofía. Primera Defensora de Género de PERFIL.