En el lapso de unos pocos días un par de hechos reforzó la vigencia de dos preguntas que sobrevuelan de manera permanente la vida argentina. ¿Qué es la Justicia? ¿Existe la Justicia en este país? Por una parte, un fallo dejó impune el asesinato de María Marta García Belsunce, que sucedió el 27 de octubre de 2002 en el Country Carmel, de Pilar. Tras diez años de todo tipo de dislates y laberintos judiciales quedó la sensación de que nadie mató a la víctima a pesar de que ésta recibió seis balazos. Por otro lado, la actual vicepresidenta, figura central de la política nacional durante los últimos veinte años, período en el que la degradación de la política y la corrupción alcanzaron niveles inéditos, fue condenada por defraudación al Estado, ocurrida durante su ejercicio de la Presidencia, y liberada de la acusación de haber liderado una asociación ilícita, punto central en la acusación de los fiscales. El asesino de María Marta García Belsunce sigue suelto (al menos por este crimen). La actual vicepresidenta seguirá protegida por fueros y en condiciones de ser elegida para ejercer cargos mientras la sentencia que la inhabilita para ello repte penosamente por embarrados laberintos judiciales antes de llegar a cumplirse (en caso de que se cumpla).
“La Justicia, escribía cuatro siglos antes de Cristo el filósofo griego Epicuro, no es algo en sí; se trata de un determinado contrato entre los hombres, independientemente de la cantidad y lugar, con el fin de no hacer daño ni padecerlo”. No parece ser el caso de la Justicia argentina, habitada por una cantidad crítica de jueces sospechados de complicidades políticas y transas económicas, los cajones de cuyos escritorios semejan cajas fuertes en las que duermen expedientes sensibles para poderosos personajes de la política y los negocios. Esos sueños narcóticos pueden ser eternos o pueden sufrir súbitos despertares, según quién los profundice o los interrumpa. Más allá de las grietas que cuartean por todas partes a la vida de nuestra sociedad, en ella, por un motivo o por otro (a veces sesgados y prejuiciosos, otras veces fundamentados) está enraizada la convicción de que la Justicia como institución hace más daño del que repara y provoca más padecimientos de los que evita.
Quizás esto se deba a que los responsables de administrar justicia son por completo indiferentes (con una indiferencia que no es inocente) a lo que, al respecto, proponía el filósofo alemán Emanuel Kant: “En todo contrato y en todo intercambio ponte en el lugar del otro, pero con todo lo que tú sabes (…) y juzga si, en su lugar, aprobarías ese contrato o ese intercambio”. Al citar este consejo de Kant el pensador francés André Comte-Sponville recuerda, en su Diccionario Filosófico, que “esto vale para los individuos, pero, consiguientemente, también para los ciudadanos. Para la moral, pero consiguientemente también, si los individuos cumplen con su deber, para la política”.
Como apunta el mismo Comte-Sponville en ¿El capitalismo es moral? (una de sus obras capitales), que algo no pueda ser penado legalmente no significa que sea bueno. No se puede decir que la corrupción, el asesinato o cualquier crimen (lo cual supone siempre un daño a otro o a otros, daño muchas veces irreparable) que no pueda ser probado o castigado, ya sea por manipulación judicial o por motivos válidos para los códigos penales, deja por ello de ser inmoral. Cuando la vicepresidenta se victimiza o su delegado en la Presidencia ataca al Poder Judicial escudándose en un título de profesor de derecho que su verborragia a menudo parece desmentir, incurren en lo que el filósofo francés llama barbarie política o jurídica. O sea, someter la Justicia a los intereses de la política. Creer que solo es justa cuando responde a intereses propios y a los de los poderes dominantes. Si también un número importante de jueces piensa y actúa así, la barbarie descrita por Comte-Sponville está consumada. Además de los casos Vialidad y García Belsunce, esta semana otras andanzas de jueces (incluidos vuelos y reuniones) avalaron esta posibilidad.
*Escritor y periodista.