Hace tiempo que las grandes marcas internacionales de ropa producen vestimentas islámicas dedicadas a complacer al sector próspero del mercado árabe, con especial foco en los emiratos. Lo mismo hacen con las disidencias sexuales, incorporándolas a su propaganda.
Más recientemente, algunas ONG comenzaron a difundir el hiyab LGBTIQ+ en un paso superador en lo que a mezclar peras con bananas se refiere. La imagen de una mujer a la que la ley de Dios conmina a taparse el pelo a fin de cultivar el pudor y el recato y elige hacerlo con los colores de la bandera de la diversidad sexual es, además de un oxímoron, otra muestra de la absorción de cualquier causa social por parte del neoliberalismo.
Aunque muchas de las demandas del movimiento de género (en especial las relacionadas al trato que gays, trans y lesbianas reciben en comisarías y juzgados) continúan sin ser satisfechas, hace mucho que el mundo empresarial insiste en ser su portavoz a través del combo publicidad-consumo, eludiendo cualquier otra lógica que no sea la del mercado.
Así como el movimiento de género alcanza a identidades que se conceptúan como diferentes entre sí, el mundo islámico abarca situaciones sociales, económicas y doctrinarias muy diversas. En las alas más duras, los hombres están vedados hasta de estrechar la mano de las mujeres, como ocurre con los judíos ortodoxos, mientras que en lugares como Palestina las mujeres pueden llegar a formar parte de milicias a la par de los varones.
El espectro ideológico es, por lo tanto, tan amplio como el económico, pero siempre dentro de un marco inamovible. Aun teniendo en cuenta los estudios de algunos pensadores que aseguran que el profeta Muhammad consideró la homosexualidad como algo tolerable, es impensable que la dialéctica LGBTIQ+ y –menos aún prácticas como la hormonización temprana– cuajen en un marco religioso de características tan definitivas. Para justificarse, esta nueva movida que pretende combinar minorías sexuales con Islam apela a un supuesto factor aglutinante que sería el racismo.
El resultado es un discurso que mezcla refugiados, mujeres oprimidas, etnias discriminadas e identidades sexuales diversas en un pack estrafalario que no parece orientarse a entender –ni a ayudar– realmente a ninguno de sus componentes. En su afán por absorberlo todo, la bulimia capitalista del siglo XXI arrasa con las identidades particulares mientras simula reverenciarlas.