El gobierno de Alberto Fernández parece entrar en una zona crítica con apenas poco más de sesenta días en el poder. De todos los problemas que tiene el país, la prioridad parece ser solucionar la deuda externa. Muchas cosas dependen de esto, por ejemplo el presupuesto de 2020.
Oscuridades. Argentina está atrapada en la lógica del sistema financiero internacional, cuyo vocero es el FMI: prestar para luego poner condiciones para asegurar la devolución del dinero. Por alguna razón, en determinado momento los gobiernos necesitan fondearse, para lo cual emiten instrumentos financieros. Los ofrece al “mercado” bajo determinadas condiciones (tasa de interés, vencimiento, pago de cupones, ley bajo la cual se ofrece, etc.) y se produce la venta total o parcial de la cantidad ofrecida para cada bono. La finalidad de los fondos recibidos no siempre es transparente, con lo cual es difícil establecer la responsabilidad política al emitir estos instrumentos.
Es claro que este tipo de operatoria es normal en todas partes del mundo; de hecho, se supone justamente que el Bono del Tesoro de los Estados Unidos es el sinónimo de la “calidad” en el sentido de que nunca será defaulteado. Sin embargo, su rendimiento anual ronda actualmente el 1,6%, y otros como, por ejemplo, el del gobierno alemán ofrecen una tasa de -0,4% a diez años (¡se paga por el bono!), por lo cual los inversores van buscando en forma permanente mejores plazas para hacer negocios, como Argentina, cuyas tasas en dólares durante el gobierno de Macri rondaban entre el 7% y el 8%.
En esta etapa del desarrollo del capitalismo financiero, los grandes compradores de bonos son “institucionales”, es decir fondos de inversión que buscan seducir a sus clientes (empresas, millonarios u otros fondos) con carteras atractivas, para lo cual agregar un papel al 8% aumenta el promedio y el riesgo implícito se minimiza en un portfolio variado. Esa fue la tarea principal del “Messi de las finanzas”, Luis “Toto” Caputo: convencer a los gigantescos fondos de Wall Street de comprar los bonos que iba a sacar al mercado. Para que esto se produjera, primero hubo que arreglar el diferendo con los fondos buitre que no habían entrado en los canjes previos. Para esto, se votó en 2016 una ley que autorizaba al Poder Ejecutivo a emitir hasta 12.500 millones de dólares ¡en bonos! para pagarles en efectivo a los holdouts. Allí se desarrolla un movimiento doble: pagar para iniciar una nueva ronda de endeudamiento, como señalaba un poco sorprendida una periodista del New York Times.
Adiós a las pampas. Lo curioso es que la venta masiva de bonos argentinos en el exterior siempre es mostrada como una muestra de confianza en el gobierno y administrada bajo las construcciones ideológicas de “volver al mundo” o “romper el aislamiento”. Lemas obvios para un sentido común que reconoce la interconexión del mundo actual (¿quién quiere estar aislado?), pero que no logra o no le interesa interpretar el final de esta rueda loca.
En abril de 2018 los fondos de inversión decidieron que estar empapelados por bonos argentinos era un riesgo que ya no estaban dispuestos a asumir. En la pantallita de los financistas empezó a titilar Egipto como mercado emergente más interesante. Eran días en que todavía la reelección de Mauricio Macri era obvia. Pero a los financistas los relatos no les interesan, simplemente querían sus dólares para llevarlos a otros lugares del globo más rentables y/o seguros: su negocio es vivir de la renta financiera. Tampoco se puede romantizar a estos actores de la economía global: contratan a los mejores bufetes de abogados internacionales y a los consultores económicos en cada país, que no solo los asesoran, sino que predican como profetas los beneficios del superávit fiscal en la televisión, la única fuente de repago de los bonos estatales.
Volver al fondo. En mayo de 2018 la sangría de dólares del Banco Central por la retirada de los fondistas fue tal, que en plena corrida cambiaria (con el dólar pasando de 20 a 25 pesos, y en septiembre llegaría a 40), Macri anuncia el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional: “Frente a esta nueva situación internacional, y de manera preventiva, he decidido iniciar conversaciones con el FMI para que nos otorgue una línea de apoyo financiero”, fueron sus palabras. Era un préstamo que sorprendió al mundo por su magnitud: 50 mil millones de dólares, y que se ampliaría más tarde. Consciente de la mala imagen que los argentinos tienen del Fondo, y del alto costo político que empezaba a pagar, el ex presidente lanzaba otra frase curiosa: “Espero que todo el país se enamore de Christine Lagarde”.
La historia del Fondo Monetario es muy peculiar por su dualidad. Es creado en el marco de los acuerdos de Bretton Woods, en 1944, y se pone en funcionamiento al año siguiente. A pesar de que la ONU aún lo ubica en su organigrama como organismo especializado, lo integran los 189 países miembros que aportan anualmente una cuota (hay una fórmula para determinarla). A pesar de esto, todo el mundo piensa que el principal decisor es Estados Unidos (que aporta el 17,5% de la cuota mundial, mientras Argentina aporta el 0,67%). Esto politiza las decisiones y no pocos creen que el crédito dado a la Argentina en 2018 fue más un aval personal a Macri que al país; habida cuenta de que los montos y plazos de devolución acordados eran de imposible cumplimiento, se trataba de un crédito para extenderse por décadas.
Diferencias. En este sentido, las responsabilidades de los bonistas y del Fondo no son homologables como dijo el ministro Guzmán. Los primeros hacen su negocio, en cambio el FMI debería, como dice en su web, “ayudar a los países a que construyan y mantengan una economía sólida”, lo cual no estaría pasando en Argentina. Ahora comienzan las negociaciones. Es muy poco probable que el FMI acepte una quita, como pidió Cristina: debería ser extensiva a todos los préstamos del organismo. La apuesta máxima es que puedan postergarse los pagos por algunos años, bajo ciertas condiciones. Las consecuencias no van a resultar indiferentes.
*Sociólogo (@cfdeangelis).