Pocas veces en la historia periodística reciente ocupó tanto espacio en los medios un acontecimiento como el escándalo mamario que derivó en la renuncia del diputado por Salta al que la tecnología le jugó una mala pasada el jueves último, cuando volcaba su pasión sobre uno de los pechos de su mujer sin notar que la cámara estaba mostrando su acción en el zoom de la Cámara baja, en plena sesión.
Los mecanismos de regulación ética que tiene ese espacio legislativo operaron con velocidad, un vértigo que no se observa con casos más graves que aún hoy, después de un año, siguen sin ser resueltos de manera definitiva. Concretamente, las acusaciones por acoso, amenazas y violaciones reiteradas que realizara la sobrina del senador tucumano José Alperovich, se mantienen stand by mientras el legislador sigue conservando el cargo y la Cámara a la que pertenece no acaba por definir su suerte. El propio Alperovich renovó hace un mes su pedido de licencia, de la grave acusación no se dice mucho (hay dos juicios en marcha, uno en el fuero federal y el otro en el tucumano) y existe una suerte de pacto de silencio que involucra a políticos de su signo (pertenece al partido Justicialista) y de otros sellos no peronistas y también a periodistas de medios nacionales y de su provincia que callan, ocultan o motorizan una suerte de operativo olvido en el supuesto de que las aguas se calman.
Este defensor de los lectores de PERFIL ha elegido el ejemplo Alperovich para plantear un dilema que afecta a la profesión periodística y al que este diario, afortunadamente, no se sometió. El doble estándar entre uno y otros casos (aclaro que no tienen, a mi juicio la misma dimensión ni gravedad semejante) nos obliga a reflexionar, a periodistas y a destinatarios de nuestro trabajo, sobre la necesidad de aplicar un mismo patrón para cuestiones de similar envergadura.
Por poner un ejemplo, fue contundente la reacción de la prensa británica cuando el caso Harvey Weinstein (puesto al descubierto tras decenas de denuncias por acoso, violaciones y amenazas hechas públicas por artistas vinculadas al productor norteamericano) cruzó el Atlántico y detonó en la Cámara de los Lores. Nada menos que 37 miembros del Parlamento británico, todos ellos conservadores, quedaron envueltos en denuncias por prácticas sexuales inadecuadas con empleadas o jóvenes colaboradoras. Decía que la prensa siguió la reacción asombrada de los ciudadanos británicos, se montó en el escándalo y profundizó hasta obligar al gobierno de la primera ministra Theresa May a iniciar un procedimiento de investigación que aún hoy se mantiene. ¿Habla la prensa británica del tema por estos días? No. Un silencio similar al del caso Alperovich y de otros que afectaron a conspicuos dirigentes de partidos diversos en los últimos años.
Por cierto, sin intención de invadir un terreno que le es propio a mi compañera de sección, Mabel Bianco, este ombudsman apunta a la aplicación de criterios éticos que someten a quienes ejercemos este oficio a pautas muy rigurosas. “La ética es un requisito transversal, permanente y universal desde cualquier soporte de prensa. En periodismo, la deontología profesional es la única garantía para la credibilidad de los medios ante los ciudadanos”. El párrafo corresponde a un artículo publicado en 2011 en el diario El País de Madrid por María Dolores Masana, vicepresidenta de la Comisión de Deontología y Quejas de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE).
No se trata, en estas líneas, de hacer docencia acerca de cómo tratar casos como el del diputado salteño, el senador tucumano y otros con escenario en el Parlamento nacional y en las Legislaturas y Concejos Deliberantes. Sí, se trata de ofrecer a los lectores de PERFIL herramientas para analizar cada caso y reaccionar en consecuencia.