Los sábados, después de pasar la tarde en el club, mi hermana y yo íbamos de visita a lo de nuestros abuelos paternos. A una hora determinada –las ocho, las nueve de la noche– se encendía la televisión, alguien giraba la perilla que rotaba por los cuatro canales hasta encontrar aquel donde se emitía, en blanco y negro, El mundo de Disney. ¿Cómo era ese mundo, jóvenes lectores, que no estaba en Orlando sino en un televisor?
La pantalla estaba dividida en cuatro partes o continentes llamados El Mundo de la Aventura, El Mundo de la Fantasía, y otros dos cuyos nombres no recuerdo, pero que podían contener romance o documentales o vaya uno a saber qué. De pronto aparecía el hada Campanita, una rubia en minifalda que Disney expropió de Peter Pan, su varita mágica oscilaba entre el planisferio televisivo, demorando el momento de abrirnos el continente que aquella noche habríamos de visitar.
Nada recuerdo de aquellos programas; sí, en cambio, tengo presente el exquisito momento de la elección, el deleite de la inminencia, esos segundos de espera que Campanita parecía tomarse antes de elegir lo que nos entregaría, y, por fin, la sacudida de su varita derramando estrellitas y mi goce ante el acierto o mi decepción cuando, a cambio de llevarnos mágicamente al Mundo de la Aventura, o siquiera al de la Fantasía, Campanita nos conducía a uno de los otros, que eran de la preferencia de mi hermana. La magia verdadera habría sido la suspensión eterna del momento de la revelación.