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La Fidelidad

Nos demoramos un poco tomando mate en el deck de una de las carpas, hasta que escuchamos que uno de los chicos nos llama: se van a perder el atardecer sobre el río, nos dice.

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La Fidelidad. | Marta Toledo

Después de cruzarnos con los pecaríes de collar, Cusico volvió a subir la velocidad y seguimos a los barquinazos. Bajamos una pendiente abrupta del camino: allí antes hubo un río. Pasamos frente al casco de la estancia La Fidelidad. Un tema omnipresente cuando se habla del parque es Roseo: el estanciero millonario que vivía como un peón, dueño de las miles de hectáreas que hoy son el parque nacional y de otras miles del otro lado, en Formosa, que siguen perteneciendo a la familia. La casa es austera pero hermosa, de ladrillo visto, rodeada de galerías, con muchas ventanas y postigos de madera.

En 2011, el nombre de Roseo se escuchó mucho más allá de Castelli, donde vivía cuando no estaba en el campo, con su cuñada. Los dos habían sido torturados y asesinados en esa casa también sencilla, parecida al resto de las de la cuadra. Cusico conoció a Roseo: nos cruzábamos siempre en el pueblo, dice, conversábamos como con cualquier otro, era un hombre simple, iba y venía al campo con un jeep viejo. Le parece injusto que haya terminado así, todavía le cuesta creerlo aunque pasaron más de diez años y el asesino, el Gusano Menocchio, está preso.

Otro amigo me contó, dice, ¿viste lo que pasó? Yo no me había enterado todavía. Lo mataron a Roseo, dice, ¡¿y sabes cómo lo mataron?! Cusico saca una mano del volante y estira el brazo como queriendo frenar algo, el relato del amigo, el horror que podía adivinar en esa pregunta: no quiero saber, dice.

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El camping está a orillas del río Bermejo, al que también llaman Teuco (como el poeta Castilla). La tarde empieza a caer cuando llegamos, bajamos nuestras mochilas y nos despedimos de Cusico que deberá regresar, con el vehículo roto, a Miraflores. Nos recibe el grupo de muchachos que está a cargo del restorán y el camping, son chicos nacidos y criados en la zona. Los lugareños se encargan de administrar el camping, en grupos que rotan cada dos meses. Ellos arrancaron hace poco, una semana a lo sumo. Tienen todos menos de 30 años y se nota que se llevan bien. Alina les enseñó a cocinar y todas las semanas supervisa el trabajo que hacen, está allí uno o dos días para ayudarlos, acompañarlos, aclarar sus dudas. La respetan y le tienen cariño, se nota, le dicen Doña Alina. Uno nos conduce a las carpas, dos de dos personas, que ya están montadas sobre unas plataformas de madera, debajo de los árboles enormes. Para llegar a cada carpa, hay senderos limpios que los muchachos rastrillan cada mañana. También cada carpa tiene su baño seco. En la zona del restorán hay baños impecables, con inodoro y duchas que pueden usar los campamentistas. Todas coincidimos en que los turistas tendrían que pagar por ese servicio que hoy día es gratis.

Nos demoramos un poco tomando mate en el deck de una de las carpas, hasta que escuchamos que uno de los chicos nos llama: se van a perder el atardecer sobre el río, nos dice. Nos apuramos a ponernos las zapatillas, agarrar el Off, dejamos el mate y cargamos unos vinos para más tarde. Desandamos rápido los senderitos. Hay una bajada de madera al río, con escalones. El cielo se va poniendo naranja de a poco. La superficie del río se rompe a cada rato con el salto de los peces. De este lado, protegido, todavía quedan. Del lado de Formosa, nos cuenta uno de los chicos, vienen los barcos con freezers y arrasan con todo; nadie los frena.

Empieza a oscurecer, la noche llega en puntas de pie, como no queriendo hacer ruido, dejándonos el sonido del monte de noche: los susurros, los bisbiseos de los bichos chicos.