COLUMNISTAS

La influencia singular

Hace alrededor de un mes, leí un reportaje a Rickie Lee Jones en Babelia. Estaba en un avión, era muy temprano y reparé en esta frase: “Sí, considero que soy muy influyente, lo que me sorprende es que otra gente no se dé cuenta”.

|

Hace alrededor de un mes, leí un reportaje a Rickie Lee Jones en Babelia. Estaba en un avión, era muy temprano y reparé en esta frase: “Sí, considero que soy muy influyente, lo que me sorprende es que otra gente no se dé cuenta”. La influencia como problema (en su caso en la música, pero bien vale la equivalencia con la literatura) me interesa desde siempre, y en ese momento pensé que podría ser un buen tema para una futura columna. Así que guardé Babelia y esperé morosamente a que llegara el futuro, acontecimiento que está ocurriendo en este momento, mientras escribo esta columna. Pero al releer hoy la entrevista con R.L. Jones, me doy cuenta de que había leído mal la frase. No decía “lo que me sorprende es que otra gente no se dé cuenta”, sino lo contrario: “Lo que me sorprende es que otra gente se dé cuenta” (evidentemente leer en horario tan matutino hace estragos en mi comprensión). Una leve decepción marcó la nueva y correcta lectura. La frase errónea era más interesante que la verdadera. La idea misma de ser influyente sin que los demás se den cuenta supone a la influencia como una práctica secreta, invisible, paradójica: se es influyente, pero para nadie. Como una especie de regalo invisible, la influencia marca, pero no deja huella. En cambio la frase de Jones termina instalándose en la falsa modestia (“me sorprende…”), en un lugar común, en cierta convencionalidad remanida.

¿Cómo se mide la influencia? ¿Dónde se evidencia? Un hecho aterrador, por dar sólo un ejemplo, es el caso de Sartre. Leyendo entrevistas o biografías de filósofos que, en principio, no tienen nada de sartreanos, como Deleuze, Foucault o Lyotard, aparece siempre la influencia que el autor de La náusea ejerció sobre ellos en su primera juventud, y con el que luego, obviamente, tomaron distancia. Sartre tuvo una influencia crucial sobre toda una época. Pues a mí me interesa el extremo absolutamente opuesto. Me gusta imaginar a la literatura como un resquicio en el que un escritor influye decisivamente sobre un solo autor. No sobre una época, un grupo, un conjunto de casos, un estilo de escritura ni mucho menos sobre una generación; sino sobre uno. Sobre uno solo: la influencia singular. Pero no bajo el modelo de la relación entre maestro y discípulo a lo Henry James (en nombre del cual se han escrito muchas de las peores novelas de los últimos años) sino como una influencia imaginaria, inoperante, muchas veces no sabida por ninguno de los dos: ni por el influyente –quizás muerto mucho antes– ni por el influido, que recibe la influencia como un don, como una forma de olvido. La influencia, ahora sí, como la frase apócrifa de Rickie Lee Jones: se es influyente sin que los demás se den cuenta; se está influido sin que uno mismo lo descubra.

Esto no le gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

En el demasiado célebre La angustia de las influencias (cuya traducción más ajustada debería haber sido “La ansiedad de la influencia”), Harold Bloom llega a sondear en la existencia de un tipo de ilusión afín a la que vengo describiendo, pero finalmente opta por un modelo agonístico, donde la influencia es descripta como un combate entre poetas vigorosos que en realidad leen erróneamente al poeta anterior. Freud y lo inconsciente se cuelan en el sistema de Bloom, y es el error (el acto fallido, lo inefable) lo que vuelve interesante la interpretación: “La historia de la poesía es considerada como imposible de distinguir de la influencia poética, puesto que los poetas fuertes crean esa historia gracias a malas interpretaciones mutuas, con el objeto de despejar un espacio imaginativo para sí mismos”. La de Bloom es una hipótesis seductora, pero para la crítica antes que para la poesía: no bien un poeta se propone escribir para “la historia de la poesía”, fracasa irremediablemente.