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La isla desierta y la casa en llamas

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Cuando uno pregunta “¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?” no está haciendo una pregunta convencional, o al menos no está haciendo solamente una pregunta convencional. Como en todo juego, esa pregunta funciona como una especie de contraseña con la que se plantea someterse durante un breve tiempo a una corta serie de reglas, entre ellas imaginar que uno podría, por voluntad propia, viajar hasta una isla desierta para quedarse allí para siempre. Como situación hipotética puede parecer delirante, pero al mismo tiempo, como situación hipotética para muchos no lo es tanto. Para mí, por ejemplo.

A la pregunta “¿Podrías pasar el resto de tu vida en una isla desierta?” no dudaría en responder que sí. De manera que como juego, el de la isla desierta, en mi caso, es más un sueño por realizar. Es por esa razón que me tomo la pregunta del libro con seriedad, aunque imagino que en la vida no hipotética tendría la posibilidad de llevar más de un libro. Lo que no cambia mucho.

En una época la pregunta atenía a cinco libros. Una pesquisa arqueológica permite encontrar una entrevista que le hace en París un Mario Vargas Llosa de 27 años a un eternamente anciano Jorge Luis Borges –aunque en 1963 tenía solo 64 años. A la pregunta, Borges responde que se llevaría la Historia de la declinación y caída del lmperio romano, de Edward Gibbon; la Introducción a la filosofía de las matemáticas, de Bertrand Russell, o algún libro de Henri Poincaré; algún volumen de la Enciclopedia Brockhaus o de la Británica o de la Meyers Konversations-Lexikon; y la Biblia. Naturalmente, como el que habla es Borges, no puede cerrar la pregunta sin una frase pueril y en lo posible borgeana, y entonces agrega: “En cuanto a la poesía, que está ausente de este catálogo, eso me obligaría a encargarme yo, y entonces no leería versos. Además, mi memoria está tan poblada de versos que creo que no necesito libros. Yo mismo soy una especie de antología de muchas literaturas. Yo, que recuerdo mal las circunstancias de mi propia vida, puedo decirle indefinidamente y tediosamente versos en latín, en español, en inglés, en inglés antiguo, en francés, en italiano, en portugués. No sé si he contestado bien a su pregunta”. Borges contestó perfectamente. Entendió las reglas del juego y jugó.

A pesar de la efectividad de la propuesta de la isla desierta, yo prefiero la casa en llamas. La pregunta es más o menos la misma, pero las posibilidades de eludir las reglas son más difíciles. Es común que quien no entiende el juego de la isla lo que responde es que se llevaría un manual para construir balsas; nadie, a menos que sea estúpido, diría que de una casa en llamas se llevaría un manual para apagar incendios, fundamentalmente porque dudo que tuviera uno, y aunque tuviera uno no dispondría del tiempo suficiente para consultarlo. El juego de la casa en llamas es a todas luces más efectivo porque lo que pone en juego, a diferencia del exceso de tiempo que supone vivir en una isla desierta, es la ausencia de tiempo, la necesidad de entrar con celeridad en la casa que se incendia, correr a la biblioteca, tomar un libro y volver a salir, siempre corriendo.

O sea que la pregunta convencional en ambos ejemplos sería: “¿Cuál es el libro sin el cual no podrías vivir, el que leerías una y otra vez, el que es capaz de anular todas las lecturas, el que permite prescindir de la historia, porque él mismo es la historia, y encierra dentro de sí todos los libros, y que uno no comprendiera del todo, para poder leerlo y releerlo una y otra vez, sin descanso?” Interrumpo aquí no por falta de espacio, sino porque ya estoy hablando como Borges.