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Una temporada en el Bardo

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Suelo empezar libros y no terminarlos. Todos lo hacemos, dirán mis pequeños lectores. Es cierto, pero en mi caso la cosa adquirió ribetes patológicos, porque últimamente no consigo terminar ninguno. Soy de la idea de que nuestros gustos literarios hablan mucho de nosotros, y el hecho de que no me guste nada me hace dudar mucho de mí mismo.

Como contrapartida, y dado que extrañaba esa sensación de llegar al final de un libro, me puse a releer. Tampoco es una práctica a la que me entrego con fruición, lo hice contadas veces en mi vida (con El nombre de la rosa, con La luna de los asesinos, con Fragmentos de un diario en los Alpes, y algunas pocas veces más), así que esta vez decidí repetir la lectura de Lincoln en el Bardo, la obra maestra de George Saunders.

Saunders parte de un hecho real, la muerte de Willie, el hijo menor de Abraham Lincoln, ocurrida durante el primer año de su presidencia. Para dar veracidad a su primera novela (se hizo famoso escribiendo relatos breves), Saunders hace que el relato fantástico vaya acompañado de fragmentos de documentos verdaderos.

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A través de la lectura seguimos a Lincoln durante su viaje físico e interior en el Bardo, es decir el lugar para la tradición budista donde residen las almas de los caídos en espera de pasar a una nueva existencia –el limbo para la tradición cristiana, que en 2006 el Vaticano, por misericordia divina, decidió clausurar definitivamente– en busca del hijo perdido, pero sobre todo en busca de un modo de hacer las paces con la realidad. El viaje de Lincoln es angustioso, y la delicadeza con que viene relatada la relación padre-hijo hace que sea de las lecturas más conmovedoras que recuerdo haber hecho.

El Bardo es en realidad un estado intermedio de la mente después de la muerte, con la conciencia separada del cuerpo. Es una transición, y en esa fase la conciencia mira lo que fue el propio cuerpo como algo ajeno y exterior, algo distante. La conciencia sigue, la mente recuerda, ve, confunde, resiste y al mismo tiempo cede, porque después del Bardo está el final, el verdadero final.  

George Saunders hace del Bardo un lugar mental, un lugar por el que los muertos transitan, reviven, recuerdan y se mueven, atravesándose mutuamente. Algunos lo dejan enseguida, otros no quieren atravesarlo, haciendo que la transición sea eterna, otros quisieran atravesarlo pero no pueden. Una multitud de no muertos, entonces, de fantasmas, esperan el alma del chico. Pero nadie sabe que ya es difunto, todos están pendientes de un lamento, un deseo, un asunto que quedó en suspenso. Son historias individuales al estilo de la Antología de Spoon River. La novela tiene la forma de un discurso escénico: los personajes, en primera persona, dan testimonio de sus penas.

Pero estoy errando el camino, porque este libro no habla solo de fantasmas, amor filial y pérdidas, sino sobre todo de la necesidad de aceptar y acoger las historias y el punto de vista de los demás para salir así del círculo vicioso egocéntrico de las historias y los puntos de vista propios, para entender que al final “en el centro de cada uno había sufrimiento; nuestro fin inevitable, todas las pérdidas que debemos sufrir en el camino hacia el final”.

La novela es experimental pero legible. Lincoln en el Bardo es un himno a la literatura, no en el sentido en que todo buen libro lo es, sino en cuanto, como toda literatura experimental, habla de la literatura misma.