En el mundo de las jergas, hay una vertiente a escala hiperreducida que aparece en una casa en la que viven al menos dos personas. Dichos y neologismos amorosos, peyorativos, económicos, sexuales, que fungen puertas adentro. Palabras que cambian de significado, sobrenombres que emergen de situaciones muy específicas. En lo de mis abuelos, llamaban “la Cordera”, “la Hormiga Colorada” y “Cristóforo Colombo” a tres vecinas, una joven, una bajita y con rosácea, y otra con pelo carré. “Pata Cruel” le decían mis padres, malignos, a un amigo que había tenido la desgracia de ser atropellado por un auto al salir de donde vivíamos, ligándose una renguera incurable. Por suerte nunca lo supo, la jerga hogareña es casi siempre privada, excluyente, de elite.
En casa, usamos “Lacro” para el joven que rapiña cosas que ya podría pagarse, “Apachar” (hay también tráfico lingüístico, cruces fronterizos) para apretar o presionar, “Charulata” para la gata cuando hace movimientos sinuosos de princesa hindú. Si pide comida, en cambio, le decimos “el Chacal”. “Ventousear”, en varios tiempos verbales, se consolidó como sinónimo de ser pesado. “Salchipapa” –que aplicamos desde hace años a algunas personas– devino en “Salchipapeto”, probando que la mutación es otra posibilidad de expansión para una práctica definida por la complicidad, como en la cárcel, su caldo de cultivo por excelencia.
Excepto que provenga de una familia de locos y que me haya tocado convivir con locos como yo, la jerga hogareña debe ser bastante común. Si usted la cultiva, querido lector, ¡no la deje morir! ¡Glose! ¡Haga un diccionario que quede para la posteridad! La pequeña comunidad que la inventó, se lo merece.