¿Puede estar del todo muerta una música extinta? ¿Qué revive de ella al tocarla? ¿Todo, algo, nada?
Pienso en el tango, una experiencia total que –para funcionar– debe asumir su parte muerta. Sus letras son notables, ya sea desde su costado poético como desde la invención inextinguible del lunfardo, pero no resisten la corrección política imperante. Como baile, supone roles estereotipados que no coinciden mucho con lo que pensamos hoy en día de varones y mujeres.
Lo mismo podría decirse de otras músicas que me encantan, como el barroco o la antigua, pero el tango, tan cerca y tan impenetrable, me inquieta más. Estoy aprendiendo a tocar el contrabajo para una película y como debo fingir que toco pero no afinar en serio, con mi entrenador andamos por caminos algo filosóficos. ¿Cómo se construye una mentira acerca de una técnica? Y dado que es mentira, observo cosas que quizás el conservatorio no me enseñaría.
El contrabajista de tango hace lo que sea para ser visto, oído, gustado y cuando adapta este instrumento de la música culta al canyengue de la milonga, exagera, dibuja, arrastra, pone en peligro el equilibrio. Es algo desesperado y hermoso. Detrás de cada floritura se esconde algo digno de pavos reales: mientras el pianista se concentra en sus mil notas, el bandoneonista respira imaginando o el violinista se corta solo y canta melodías, al laburante contrabajista le han quedado pocas chances. Pero las usa todas. Anoche, filmando, me quedó bien claro: el contrabajista de tango lo que quiere es coger y para eso debe derrochar un swing que su ataúd no ofrece per se. Fuera de cuadro, mi maestro Patricio Cotella me hace gestos para que yo agrande cada anomalía no está escrita en la partitura: lo escrito (la rítmica y las notas) no alcanza para conseguir pareja en la noche sudorosa y milonguera. El arrastre chucharita, los glissandos innecesarios, los pizzicatos caprichosos, que pellizcan la tripa de la cuerda, el descenso al capotasto cuando el registro (grave como el macho) ya no da para ulular sobre el violín: todos son intentos de cogerse a alguien esta noche.
No hay música muerta: cada vez que un hombre se suma a un instrumento cualquiera Eros está atento y presta su carcaj. “Hay una música que trae de regreso a los muertos”, decía Monsieur de Saint-Colombe en “Todas las mañanas del mundo”. Y cuando hay Eros, Tánatos retrocede, suavemente, por un rato.
Ahora quiero tocar toda la vida.