Tengo tres asesores literarios, aunque no estoy seguro de que ellos lo consideren una distinción. Pero aquí van los nombres por orden de antigüedad. Uno es Daniel Guebel, reconocido novelista que a su talento le agrega una visión lúcida de sus recuerdos literarios, aunque es un poco sesgado a favor de sus amigos. El segundo es Ariel Luppino, escritor iconoclasta, más joven, más entusiasta y más intransigente que Guebel. A Luppino, lector omnívoro, no parece caberle más que la admiración incondicional o el rechazo profundo, a pesar de que hace excepciones con sus amigos. Por último, Nora Avaro, a quien conozco hace muy poco. Profesora y crítica, ligada a la sinuosa academia rosarina, Avaro es también parcial con sus amigos pero aporta sus amplias e intensas lecturas, además de algunos odios deliciosamente furibundos.
¿Qué funciones cumplen mis asesores? En principio son parte de un proyecto para desasnarme de viejo por todo lo que no leí de joven. Cuando cae algún libro en mis manos, especialmente de escritores argentinos, suelo consultar la opinión de la junta de asesores, aunque entre ellos nunca se juntan (de hecho, apenas se conocen).
El último caso que sometí a su calificada opinión fue el de Minga!, la novela que Jorge Di Paola (1940-2007) publicó originalmente en 1987. Guebel siempre me la recomendó calurosamente, además de escribir sobre Dipi (así lo llamaban) en Mis escritores muertos, a partir del “examen memorioso de la posición del narrador y del alma del autor”. Desde allí dice que “Dipi no posaba, no se hacía el inteligente, no quería hacer quedar bien al autor por interpósito fantasma”. Todo lo contrario dice Ricardo Piglia en el prólogo de Minga!: citando a Nabokov, afirma que “la clave de la mejor narrativa contemporánea es la fascinación del lector por la inteligencia de quien narra la historia”. Desde luego, tiene razón Guebel y no Piglia: la inteligencia, entendida como una cualidad que el narrador inyecta en su obra, carece de valor. En cambio, la inteligencia de la literatura surge entre las letras y las palabras que, en los grandes escritores, entran solas en estado de ebullición. Y eso es lo que ocurre en Minga!: es una explosión de felicidad que no tiene otro hilo conductor que su propia deriva y concluye con la negativa de aceptar sus finales posibles para preservar su pureza. Di Paola, en sus catorce capítulos de una sola palabra que empieza con T (salvo Sombra larga, el desopilante relato del primer espejo que conocieron los gauchos), cuenta todo y todo es feliz, desgarrador, inspirado, asombroso. Además, desde el matemático tarambana Paulo von Paulus, hasta Natacha Filipovna, princesa rusa de la pampa (el mejor personaje femenino de las letras nacionales), los habitantes de Minga! son inolvidables.
Venía postergando la lectura de Minga! hasta que Luppino me conminó a hacerlo. Avaro fue notificada posteriormente pero, al recordarla, se puso a dar saltos de alegría en el whatsapp. Ni mis asesores ni yo entendemos por qué Minga! no figura en todos los programas de literatura de todos los niveles.
Creo que Di Paola, el pibe que reconoció a Gombrowicz en Tandil y que fue novio de la persona entonces llamada Inés Acevedo cuando él tenía 60 años y ella 17 tuvo una vida difícil. Su tristeza también aparece en Minga!