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Ensayo

La política de la polarización

El sociólogo e historiador Marcos Novaro se ocupa en su Historia de la Argentina 1955-2010 (Siglo Veintiuno Editores) de un período crucial. Aquí el epílogo, sobre la derrota del kirchnerismo en el conflicto con el campo, que, según el autor, fue impulsado por el oficialismo en un intento de lograr una polarización definitiva entre un gobierno “nacional y popular” y una oposición “oligárquica y derechista”.

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Mientras el kirchnerismo creía estar dando pasos firmes hacia un horizonte mucho más amplio para su gestión de gobierno, se aproximaba a otra crisis política, que habría de poner nuevamente a prueba la resistencia de las instituciones del país. El renovado ímpetu de las iniciativas kirchneristas estuvo teñido, como vimos, por la pretensión de concentrar el poder en el vértice del Ejecutivo nacional y desde allí ejercerlo con un amplio margen de libertad. Y se caracterizó también por la aspiración de formar una amplísima coalición de gobierno, que atravesara prácticamente a todas las fuerzas políticas del país y articulara a sus componentes en forma perdurable. Este reagrupamiento exigía, por lo tanto, hacer dos cosas de manera simultánea: absorber y polarizar. Y para alcanzar este doble objetivo el kirchnerismo intentó marcar a fuego la oposición entre el gobierno “nacional y popular”, como empezó a identificarse a sí mismo, y la “derecha”, en la que convergían, o debían converger, todos sus adversarios. La crisis estalló a raíz de la acumulación de dificultades para llevar a la práctica estos planes tan ambiciosos como contradictorios entre sí –y, además, inmersos en una realidad política resistente al cambio– y también por la tendencia del vértice gubernamental a pensar que estos obstáculos confirmaban lo ajustado de su diagnóstico y su receta, lo que empujó al gobierno a enfrentarlos con cada vez mayores golpes de voluntad.

El kirchnerismo, que había surgido de circunstancias bastante azarosas y de la adaptación pragmática de sus líderes y seguidores a lo ocurrido entre 2001 y 2003, y que se había fundado en dos recursos particularmente tradicionales, propios de la Argentina predemocrática, como eran las exportaciones agrícolas y la política conservadora de provincias, empezó a tener un “programa”, y éste consistió, antes que en un listado de reformas o en un conjunto de metas de política pública, en una visión ideológica de los problemas que se enfrentaban. A esta visión contribuyó, por un lado, la tradición en la que abrevó para cargarse de voluntad transformadora, esto es, los idearios forjados durante la juventud de quienes ahora formaban la elite gobernante, que parecían haber sido reivindicados por el fracaso de los proyectos abrazados desde entonces. Y, por el otro, el clima político-cultural que había ido madurando en la región desde que varios de los programas de reforma de mercado aplicados en los noventa concluyeron en crisis financieras agudas y comenzaron a proliferar los movimientos de protesta y los gobiernos de izquierda. De todos los aspectos de este clima regional, el que más influyó sobre los gobernantes argentinos fue el discurso populista radicalizado adoptado por el líder indigenista Evo Morales, quien completó su carrera a la presidencia de Bolivia en 2005. También incidió la consolidación del régimen venezolano de Hugo Chávez, al que, tras el canje de la deuda, el presidente Néstor Kirchner empezó a recurrir sistemáticamente para obtener financiamiento: hecho que salió a la luz cuando se decidió el pago anticipado y en efectivo de las deudas acumuladas con el FMI, y se anunció que a partir de ese momento se rechazaría cualquier análisis, recomendación o misión técnica de ese organismo en el país. A través de estas medidas, Kirchner se distanció de Washington y también se diferenció de los gobiernos de izquierda moderada o socialdemócrata de la región: la Concertación chilena, ya de larga data, y los que surgieron en esos años en Brasil, encabezado por Lula da Silva y el PT, y en Uruguay con el Frente Amplio. Estas propuestas combinaban cierto grado de reformismo social con una política internacional y financiera que mantenía líneas de continuidad con las de sus predecesores y apuntaba a atraer inversiones externas y mantener buenas relaciones con los Estados Unidos. También compartían un manejo de la economía que mantenía la inflación bajo control. Y fue en este terreno donde las diferencias con el gobierno argentino pronto se volvieron más evidentes.

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Cuando el crecimiento acelerado (que continuaría en 2006 y 2007 con guarismos notables: el 8,5 y cerca del 6% respectivamente) ya no pudo sostenerse más en el aprovechamiento de capacidad ociosa de las empresas y empezó a requerir un monto mayor de nuevas inversiones, el estímulo de las políticas kirchneristas al consumo empezó a generar tensiones en los precios. En un principio fueron contenidas por acuerdos puntuales con las cámaras empresariales, que conllevaron más subsidios específicos. Pero pronto se pasó a la imposición de limitaciones a la exportación, precios máximos y, finalmente, sanciones a empresas o grupos. Todo eso desalentó aún más la inversión externa, que, pese a que la economía seguía creciendo, dejó de interesarse en la Argentina.

Cuando los índices de precios se dispararon por encima del 15% anual, a comienzos de 2007, el gobierno intervino también el organismo encargado de medirlos, el INDEC, y comenzó a alterar los datos. Nada de ello fue obstáculo para que obtuviera una cómoda victoria en las elecciones presidenciales de fines de ese mismo año, con la candidatura de Cristina Fernández de Kirchner, frente a la alianza convenida poco tiempo antes entre Lavagna y lo que quedaba del radicalismo en la oposición. El kirchnerismo no sólo logró así asegurarse un segundo turno presidencial, sino habilitar nuevas reelecciones a futuro. Pero no había podido completar la ansiada recomposición del sistema político: Lavagna, el ARI –que ocupó el tercer puesto a nivel nacional– y los adversarios surgidos en el ámbito local (como el socialismo de Santa Fe, que conquistó esa gobernación enfrentando al PJ) resistían el molde al que el oficialismo quería acomodar la competencia política, y que les exigía cumplir el deslucido papel de “oposición de derecha”. Por otro lado, la adhesión de las clases medias urbanas al gobierno había disminuido respecto de la elección anterior, a consecuencia de la manipulación de las estadísticas, la inflación que así se ocultaba, los casos de corrupción que empezaban a surgir en el entorno presidencial (y que revelaban que ésta no era mucho menor que en tiempos de Menem, sino que, en todo caso, estaba más concentrada y mejor organizada) y la seguidilla de “atropellos institucionales” con los que el kirchnerismo había consolidado su poder. Todo ello empeoraría apenas iniciada la gestión de Cristina Fernández. Las promesas de mejoras institucionales se derrumbaron cuando estalló un escándalo por el contrabando de fondos de dudoso origen y destino entre Venezuela y la Argentina, que involucraba directamente a altos funcionarios de ambos gobiernos y a su vez desnudaba la trama del financiamiento de la reciente campaña electoral y otras actividades. Y meses después, en marzo de 2008, se desató un conflicto de proporciones mayúsculas cuando el ejecutivo decidió aumentar por tercera vez (la última había sido en diciembre) las retenciones a la exportación de cereales y oleaginosas. Las entidades representativas del agro, aunque buena parte de sus representados había votado al gobierno y aunque mantenían profundas diferencias políticas y de intereses entre sí, lograron coordinar movilizaciones y protestas en todo el país en rechazo a la medida. La revuelta alcanzó gran masividad en las ciudades y los pueblos de la tradicionalmente productiva y enriquecida región pampeana. Y el gobierno creyó que era la ocasión para polarizar definitivamente el campo político y social en los términos que venía queriendo imponer: un gobierno “nacional y popular” enfrentado a una oposición “oligárquica y derechista”.

La derrota del oficialismo en esta batalla a raíz del rechazo de la norma en el Senado, fruto de la fractura de su bloque y del voto en contra del vicepresidente Julio Cobos, puso inesperadamente un límite al ciclo iniciado en 2003. El proyecto kirchnerista había fracasado en la sociedad ya antes de la votación: se enfrentaba ahora a una opinión negativa mayoritaria que, de disculparle sus “desbordes” y reconocerle su eficacia para hacer crecer aceleradamente la economía, pasó a responsabilizarlo por todos los problemas. Ese cambiante humor social daría nueva vida a un arco opositor hasta entonces débil y disperso, que empezó a buscar las vías para dejar atrás la “era K”, tanto dentro como fuera del peronismo.

Y con ello regresaron los interrogantes que una y otra vez se habían planteado en las décadas previas sobre las razones de la inestabilidad y las dificultades para consolidar un sistema de partidos. La política argentina volvió a estar dominada, como tantas veces en el pasado, por el desacuerdo. La lucha facciosa, en la que cada una de las partes asumía que sólo podía ganar a costa de las demás, pareció imponerse. Pero, como de costumbre, estos conflictos no se alimentaban tanto de diferencias programáticas y de intereses irreconciliables como de la pretensión de alcanzar consensos demasiado exigentes y de la falta de predisposición a colaborar de dirigentes políticos que en realidad no diferían tanto entre sí. Con todo, aunque la crisis mostró la persistente propensión de la vida política argentina a recorrer ciclos de entusiasmo y decepción muy marcados, y a producir caídas abruptas para luego buscar la forma de recomponerse –como había ocurrido en 1989 y en 2001–, la democracia argentina demostró una vez más su capacidad para procesar institucionalmente los conflictos. Y supo dar cauce a los humores y malos humores sociales evitando las vías extremas y el recurso a la violencia. Eso sería, aunque no todo lo necesario, suficiente para que la historia no se repitiera.