Hace millones de años, un meteorito se desprendió del cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter y vino a caer en el Chaco, en Pinguem Nonraltá, o “Campo del cielo”, en traducción de la lengua guaycurú. Las fábulas recogidas por los jesuitas ya hablan de la incidencia de este acontecimiento celeste en la creación del hombre.
“El Taco” sería redescubierto recién en 1962, con el hombre y el mundo ya más constituidos. La historia no es menos interesante que aquella en guaycurú. Ante la falta de tecnología imperante, fue trasladado a Estados Unidos para ser analizado. No se pudo. Siguió viaje a Alemania, donde el regio cacho de hierro fue cortado en dos: Alemania guardó las virutas en prolijos tarros de vidrio y el Instituto Smithsonian se quedó con una mitad, embalada en secretos anaqueles. La otra mitad nos fue devuelta.
Durante mi infancia lo vi sin verlo en la puerta del Planetario, rodeado de paseo, de intriga y de misterio.
Dos fotógrafos argentinos han decidido que su reunificación era una cuestión de arte y no de ciencia: Nicolás Goldberg y Guillermo Faivovich invirtieron años de su arte en hacer trámites y visitar funcionarios. Lograron un acto tan poético como matérico. Las dos mitades se exhibieron juntas con pompa bicentenaria en Frankfurt, ya que no en el Chaco descampado, para construir no sólo lo buscado (un símbolo de la integración entre científicos de dentro y fuera del país) sino también otros discursos: que la burocracia puede fundirse en arte como el caramelo, que las piedras de la infancia están menos quietas de lo que uno cree, y que es un delirio irresistible, poderosísimo, artístico desear con todas tus fuerzas que dos cosas que se habían separado para siempre vuelvan a unirse por ahora.