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La ruleta literaria

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S i hay algo difícil es saber qué será de un escritor a partir de sus primeros libros, si terminará construyendo una obra importante, coherente, valiosa o se perderá en la intrascendencia; si será apreciado o se lo tratará con desdén e indiferencia, si se consolidará como autor o habitará el mundo literario como uno de sus múltiples fantasmas. Quiero dar dos ejemplos actuales sobre lo complicado que es apostar a la ruleta literaria. El primer ejemplo es el de Germán Maggiori, un dentista nacido en 1971 que en 2001 publicó Entre hombres, que me parece la mejor novela negra argentina de todos los tiempos. Esta obra maestra empezó bien: ganó un premio internacional y la editó Alfaguara. Pero luego desapareció: el libro fue a parar a la mesa de saldos y pocos hablaron de él, tal vez por su incorrección política. Así pasaron diez años sin noticias de Maggiori, hasta que en 2010 ganó un segundo premio del Fondo Nacional de las Artes con Poesía estupefaciente, un libro de relatos a pesar del título. Tres años después (todo es lento con Maggiori) lo publicó Milena Caserola (qué nombre) pero se reseñó poco y es difícil de encontrar en las librerías.

Sin embargo, vuelve a demostrar que no hay nadie como Maggiori para escribir sobre el infierno masculino de la droga, la alienación urbana y la desesperación de su generación que el autor califica como “dada por vencida”. El cuento que se llama como el libro es demoledor, pero hay un par más que son cómicos y magistrales. Y hay otro, desplazado al desierto australiano, que prueba que la sordidez tragicómica del mundo de Maggiori no es explicable por la sociopolítica local. De todos modos, el libro es desparejo, no por la calidad de la escritura sino por la heterogeneidad de sus impulsos: no encuentro en Poesía estupefaciente pistas como para intuir qué trayectoria literaria se propone Maggiori.

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El otro ejemplo, que parece opuesto, es el de Selva Almada que nació en 1973 y publicó en 2007 Una chica de provincia, muy buen libro de relatos sobre la infancia y la adolescencia en un pueblo imaginario de Entre Ríos que evoca a Mark Twain. Almada tuvo escasa visibilidad hasta que en 2012 logró un éxito notable en la crítica con la novela El viento que arrasa (Mardulce). Allí, Almada trasladó su condado al Chaco, mostró que sus lecturas faulknerianas no pasan por Saer ni por Onetti, que sus ficciones litorales se mantienen apartadas de los grandes ríos y que puede construir personajes tan potentes y originales como el predicador y el mecánico del libro. Casi inmediatamente, la editorial y Almada insistieron con otra novela, Ladrilleros (2013), en la que la autora muestra que tiene el talento suficiente como para que cualquier esbozo de descripción de sus personajes provoquen el interés en el lector. La narración de Ladrilleros está más estructurada que la de El viento que arrasa, avanza en la experimentación de un lenguaje intermitentemente coloquial y ensaya precisas descripciones de los actos sexuales.

Aunque tal vez sea menos fresco, Ladrilleros es un libro más adulto, más literario, más contundente que los anteriores, el libro de alguien que pone un ladrillo en la construcción de su carrera. Pero tengo tan poca idea de lo que van a hacer a continuación el caótico Maggiori como la consistente Almada.