Las imágenes que derramaba la televisión al anochecer del miércoles eran fantasmagóricas. Unos treinta mochileros se habían apoderado de Plaza Constitución. Lanzaban piedras. Encendían fogatas. Zamarreaban las persianas metálicas de los negocios usando como arietes materiales tomados de las obras en curso en el lugar. Fueron y vinieron, descerrajando todo tipo de ataques contra el lugar. La noche, los chorros de agua de los hidrantes de la impotente y replegada policía, la luz amarilla rojiza de los fuegos, todo proyectaba una deprimente banalización. En la Argentina, la destrucción de los bienes públicos y privados no suscita hoy una intervención inmediata de las fuerzas de seguridad, que finalmente aparecieron, pero con cincuenta minutos de demora, cuando el lugar era zona devastada.
¿Pasajeros furiosos por el paro salvaje del pequeño sindicato de los privilegiados conductores de locomotoras? Las dos docenas de facinerosos eran de la misma calaña de agresores que en otras oportunidades han aparecido en situaciones de ira pública, para atacar, incendiar, romper y violar.
Quebrachos o servicios, lo mismo da. Son inconfundibles: gorra, jeans, zapatillas, gruesas mochilas cargadas de piedras. También bidones con nafta, propicios para incendiar todo en minutos.
En babia no sólo ella, como lo admitió la propia presidenta (la columna de Ricardo Roa el jueves es, en este sentido, memorable: http://www.clarin.com/opinion/mundo-visto-tuit_0_949705025.html), sino una sociedad para la que es normal lo anormal y tolerable lo inaceptable.
Esta huelga fue un chantaje de la peor especie, pero el Gobierno no puede castigarla con mínima autoridad moral, porque propició, o toleró sin mosquearse, los mismos métodos del sindicato del subte, que paralizó el servicio durante diez días en agosto de 2012. El ministro Florencio Randazzo quejándose del paro salvaje de esta semana tiene tanta autoridad moral como la ex kirchnerista Vilma Ibarra denunciando nada menos que en La Nación que el grupo gobernante al que ella sostuvo durante años se dedica “ahora” a acumular poder.
En la Argentina prevalecen las acciones y los hechos, se impone lo consumado, dogma dominante que derrama de arriba hacia abajo, sin parar. La Presidenta quiso tumbar el monumento a Colón y se salió con la suya. Quiso convertir la participación argentina en la Bienal de Venecia en un cambalache, y lo consiguió, con la ayuda, consciente o no, de la autora de la instalación. El ir por todo se aplica a un vasto rango de objetivos. Para el sí como para el no, domina el monárquico capricho. Tamaña épica de discrecionalidad anula toda pretensión de una política de Estado. Hay chantajes que convienen y otros “irracionales”; no hay gobierno de la ley uniforme y parejo. Este desorden emocional evidente se pone de manifiesto en las cada vez más disparatadas catilinarias presidenciales por Twitter y en el patoterismo sobreactuado y ominoso de Guillermo Moreno. Entre mohínes y zarpazos ajenos a la normalidad institucional, Moreno insulta a los gritos a periodistas en un cóctel diplomático y clausura supermercados, Ricardo Echegaray amenaza a Ricardo Lorenzetti, y para Cristina es risueña y válida la inolvidable máxima del progenitor serial Maradona (la-tenés-adentro), aunque ella la encubre tibiamente con un ridículo lará-lará-lará. ¿Episodio de proyecciones o cotilleo de entrecasa? Temperatura y marca de un tiempo, son escenas de la vida nacional que encarnan un país primitivo.
Es mentira que estos mecanismos vulgares y odiosos sean lo único o lo más relevante que destile la Argentina. Naturalmente, hay otro país, resignado y refugiado en el pudor y en una curiosa pasividad mística. El conventillo patotero que se ha instalado en el núcleo dirigente es explosivo. Aloja, con su intemperancia gruesa y chabacana, uno de los rostros de la Argentina, el más vulgar, grosero y autoritario, también el más violento. Pero no el único, ni el de más futuro.
No tiene ponderación electoral explícita, pero es una hipótesis atendible que muchos argentinos sienten una necesidad acuciante de retorno al imperio de la ley. Las huelgas salvajes se despliegan con impunidad total, la misma impunidad promulgada desde la cúspide del poder del Estado al sacralizar, con la ley de perdón fiscal votada por la mayoría legislativa en implacable obediencia debida, las ilegalidades del pasado. Como no hay ley que valga, ya no hay ley para nadie. Las canonjías de las mafias sindicales son un artefacto más del sistema de feudos coexistentes. El Gobierno tiene las manos poco limpias para condenar la irracionalidad gremial, pero sindicatos como La Fraternidad se han convertido en sociedades anónimas con fines de preservación de sus privilegios.
La Argentina no consigue o tal vez no quiere cuestionar un sistema ventajista implantado mediante el uso desvergonzado del apriete y el chantaje más rústicos. Sigue siendo impensable hablar de servicios esenciales y coberturas garantizadas en categorías de vital proyección social (seguridad, transporte, salud). Hasta las fuerzas opositoras se escabullen de estos reclamos, aterrorizados varios de sus referentes de ser llamados antipopulares o neoliberales. Esos prejuicios no los tiene el oficialismo, con su relativismo moral ilimitado. El núcleo gobernante se pliega, empalagosamente obsecuente, a las demandas incesantes de la insufrible arrogancia presidencial, caldeada más que nunca por esa tuitorrea asombrosa en la que se expresa y con la que se regocija la primera mandataria.