La democracia es enemiga del consenso, porque fue creada con el fin de procesar las contradicciones propias de una sociedad. La campaña electoral es un enfrentamiento entre distintas personas y grupos que quieren dirigir un país, conscientes de que luego se someterán a lo que elija la mayoría, que respetará a las minorías.
Los homínidos dirimimos los conflictos del poder durante millones de años con violencia, y nos cuesta superar ese atavismo. Todavía sentimos la excitación que vivían nuestros ancestros cuando sus líderes luchaban frente a la horda, como ocurre actualmente con nuestros primos chimpancés o gibones. Era un espectáculo que producía intensas emociones, las mismas que añoran quienes hoy reclaman que haya más agresiones en los debates para que tengan color. Quisieran unos pocos mordiscos entre los candidatos para tener al día siguiente un titular que sea sensacionalista.
En el siglo XIX aparecieron los partidos, organizaciones políticas a las que Krause denominó “religiones cívicas”. Muchos de ellos reclamaron ser dueños de la verdad y quisieron imponer su “modelo” para siempre con un partido, como el nazi o el comunista, o un líder como Kim Il Sung, destinado a ser presidente eterno de Corea del Norte.
Los “movimientos” caudillistas latinoamericanos compartieron su visión maniquea y apocalíptica de la historia. Decían que había llegado el momento decisivo de la historia, en el que ellos representaban al bien y sus adversarios al mal.
Velasco Ibarra, ex presidente de Ecuador, dijo en cada una de sus campañas “en esta elección se juega el futuro de la Patria, que se salvará o se destruirá definitivamente”. Nada se salvó cuando lo eligieron en cuatro ocasiones, ni se destruyó cuando lo derrocaron otras tantas veces, pero la frase electrizó a multitudes que se movilizaban por mitos.
La oferta de placer era muy baja, los únicos espectáculos que estaban al alcance de la gente eran la política y la religión, que todavía no enfrentaban a la competencia del Chavo del Ocho o de Show Match.
En su momento, muchos creyeron en los poderes sobrenaturales de los caudillos. Los siguieron ciegamente, y creyeron que los enfrentamientos de la campaña eran trascendentales para el futuro de la humanidad.
Actualmente, los electores son más informados, la gente tiene una visión utilitaria y hedonista de la vida. Muchos está más preocupados por comprar su heladera en cuotas que por entender el alfa y el omega de la historia. El día del debate presidencial fueron más los que eligieron ver un partido de fútbol o el programa de Lanata
La lucha por el poder existe, pero la gente es más libre, no endiosa a sus dirigentes, ni está dispuesta a morir por un candidato. Disfrutan de las peleas entre los líderes, pero no votan por ellos si no creen que van a servir para algo.
Las campañas de hace treinta años no son las de ahora. Cambió el rol que ocupan las campañas negativas y las campañas sucias en las elecciones. Mucho se ha escrito sobre el tema, desde el texto clásico de Napolitan The negative campaing, hasta los producidos en Stanford, Winning, but losing: How negative campaigns shrink electorate, manipulate news media, y Going negative, de Shanto Iyengar y Stephen Ansolabehere.
Las campañas negativas, son más eficientes en un país bipartidista en el que votan sólo los ciudadanos politizados. Quienes se inscriben para votar están motivados por algo y se interesan en lo que ocurre en la elección.
En países como los nuestros, con votación obligatoria, las cosas funcionan de otra manera. La mayoría de los ciudadanos no votaría si tuviera que hacer trámites para hacerlo. Pueden disfrutar de la pelea entre los líderes, pero eso no incide en su decisión de voto. Menos todavía lo hace la campaña sucia, que no sirve para nada más que absorber recursos y energía que podrían dedicar para conseguir algo útil.
*Profesor de la GWU, miembro del Club Político Argentino.