COLUMNISTAS

Literatura y condena

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En los congresos de escritores ocurren cosas que, como pequeñas miniaturas, recrean alguno de los hábitos que a mayor escala se derraman por toda la sociedad. Una de esas facturas, son las pequeñas partidas de poker (simbólicas) y los comportamientos esquivos (incluidos los míos, por supuesto). Hace exactamente un año, estaba yo en uno de esos encuentros en Santiago de Chile. Había compartido el desayuno con un prestigioso escritor argentino, seguramente uno de los dos o tres que más admiro. Entre medialuna y medialuna, me preguntó (o yo le pregunté, lo mismo da) qué iba a hacer más tarde, y respondí (o él me respondió) que nada, que pensaba caminar un poco, sin muchos más detalles, y sin dar cabida a la posibilidad de hacer algo juntos. Así que después del desayuno, baje directamente al subte para ir (solo, sin nadie más, bien como me gusta a mí) a las librerías de viejo de las Torres de Tajamar, en Providencia. Pero cuando llegué, el escritor prestigioso, ya estaba ahí (había tomado un taxi). Y no sólo eso: tenía en la mano una primera edición de La vorágine, de José Eustasio Rivera (me consuela saber que le había costado una fortuna). Tragué suave, oculté el dolor de la derrota y, no obstante, mantuvimos una larga e interesante conversación sobre la novela, una de mis favoritas en la literatura latinoamericana; sin dudas, la más grande novela colombiana. Rivera nació en 1889 y publicó su obra maestra en 1924. Inmediatamente fue un éxito y, hecho raro entonces y ahora, al poco tiempo fue traducida al inglés. Cuenta la leyenda que murió, en 1928, en Nueva York mientras estaba firmando ejemplares (poco importa si la historia es verdadera, aún como leyenda, es una de las más literarias que conozco). Hasta ese momento, Rivera no había publicado prácticamente nada, apenas un poemario menor, con lo cual integra dos subconjuntos de escritores formados por muy pocos: primero, el de debutar con un libro genial, insuperable, perfecto. Segundo, el de morir inmediatamente después. Rareza que eleva su mito a un lugar único.

De La vorágine se ha dicho que es la gran novela de la selva, la gran narración de la proliferación de humedad, vegetación, salvajismo y ansiedad. Y en parte es cierto. Nada es más tremendo que sus últimas líneas: “El último cable de nuestro Cónsul, dirigido al señor Ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros dice textualmente: ‘Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastros de ellos. ¡Los devoró la selva!’”. Recuerdo ahora el diálogo con el escritor en cuestión. Primero, sobre los muy malos escritores que, bajo el aura de Rivera, se dedicaron a escribir novelas más o menos parecidas. Y luego, una frase dicha por mí (que recibió, como respuesta, una mirada levemente avergonzada), y que vuelvo a pensar cada vez que, como ahora, releo la novela: la comparación con Sarmiento. La selva es a Colombia lo que el desierto es a la Argentina. Busqué más de una vez una frase idéntica en el Facundo. No la hay. No importa: perfectamente Sarmiento podría haber escrito: “¡Se los devoró el desierto!” O mejor dicho, lo dice. Lo dice todo el tiempo, pero con otras palabras que apuntan al mismo sentido. Por supuesto, en todo lo demás, ambos textos divergen absolutamente; ya en las fechas de publicación (muy distantes el uno del otro), ya en el género (La vorágine es claramente una novela moderna), ya en las influencias (en Rivera es Proust, en Sarmiento, Tocqueville), y por supuesto, en sus biografías (la muerte rápida de uno, la longevidad presidencial del otro). Pero convergen, de manera impensada, en el carácter fundador de una tradición. En la creación de un espacio, una geografía de la que nunca más podremos escapar, a la que siempre estaremos condenados.

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