Con muchísimo más cariño que talento, reconozco haber intentado practicar varios deportes durante mi vida. En realidad, si deporte en su real dimensión es aquello que les vemos hacer a ciertas personas en las canchas o por la tele, lo mío fue, apenas, animarme a imitarlos muy malamente. En todo caso, si Perón y Scioli o si Evita y Chiche Duhalde quedaran juntos en la historia en el rubro “Políticos”, yo puedo decir que jugué –o juego– los mismos deportes que Nalbandian, Pichot, Hugo Conte o el Gato Romero. O que llevó la antorcha olímpica como lo hizo Gaby Sabatini.
Como sea, y de puro vago, me considero un amante del deporte con una mala tendencia al sedentarismo. Y como tal, cada vez que termino de jugar al tenis o de nadar un rato siento que mi cabeza funciona diferente. Definitivamente, la porquería que uno quema haciendo deportes y el oxígeno que llega al cerebro califica definitivamente de absurda la distancia que muchos intelectuales intentan poner entre la actividad física y, justamente, el intelecto.
Podría ir mucho más lejos en el desafío y abrir el debate sobre la cultura y el deporte que, entiendo, también van de la mano. No vale la pena: desde el mismo día en que gente como Sófocles, Aristóteles, Demóstenes o Sócrates decidieron participar desde distintas posiciones de los viejos Juegos Olímpicos, sé que tengo toda la razón al respecto. En todo caso, si uno advierte una constante falta de educación en ciertas tribunas o en determinados deportistas, no será responsabilidad del deporte sino, casualmente, de la educación del país. Entonces, prefiero quedarme con el enorme y caluroso recuerdo de una de las personas que, seguramente sin proponérselo, más cerca puso al deporte –muy fundamentalmente al fútbol– de la cultura.
No recuerdo bien cuándo fue que conocí personalmente a Roberto Fontanarrosa. Sí sé que el registro de su talento viene de los años 70, cuando él y sus secuaces gambeteaban con humor e inteligencia a censores y asesinos. Claro, ¿cómo entenderían los diálogos entre Mendieta y su patrón los mismos burros que censuraban a Les Luthiers porque decían que lo que hacían “no era música”?
Lo cierto es que mi relación con él fue de enorme admiración y afecto a distancia, tallada por gestos como regalarle “a los Bonadeo” augurios de felices fiestas con algún Inodoro Pereyra auténtico. Aunque supongo que su mayor gesto de gererosidad fue haber participado sin ninguna exigencia de una charla relacionada con las dos caras del Mundial ’78 que compartimos con mi viejo, con Claudio Morresi y con Ezequiel Fernández Moores en el Paseo La Plaza. Fue una tarde maravillosa, a sala llena, y con una muy buena discusión respecto del rol de los periodistas, del de Menotti y los jugadores, del 6 a 0 a Perú y del tiro en el palo de Rensenbrink. Donde no hubo debate fue durante la exposición del Negro.
Como en aquellas maravillosas jornadas del Congreso de la Lengua en 2004, lo suyo fue regalar una sucesión de ocurrencias y reflexiones que, como siempre, iban mucho más allá de lo que uno hubiese podido preguntar o responder. Fontanarrosa, como tantas veces en su vida, se robaba la noche arrancándonos sonrisas aun cuando se discutían temas de esos que dividen hermanos y arruinan asados.
Supongo que Roberto debe haber amado mucho más al fútbol que al dibujo o a las letras y que admiró mucho más a Aldo Pedro Poy que a Gabriel García Marquez, pero no renegó de ninguna de las dos cosas. Por el contrario, fue un nexo fundamental para los que nos indignamos cuando se desprecia al deporte como una forma de la cultura tan válida como la escultura, la literatura o la música. También fue un bálsamo para quienes sufrimos arrebatos descontrolados cuando alguno al que de pibe ni siquiera mandaron al arco, nos moja la oreja de nuestra pasión futbolera.
Hace unos cuantos años, mi viejo me prestó –indignado– un libro de Juan José Sebreli, que presumía ser un tratado sobre toda la mierda que representa el fútbol. Un libro que aún hoy guardo entre mis objetos con los no menos de cien (sí, ¡100!) papelitos amarillos que marcan todas y cada una de las citas basadas en datos erróneos. Es decir, la calentura ya no era la pelotudez de considerar un hecho homosexual no asumido el festejar un gol abrazandose con los compañeros de equipo, sino que se elaborara una tesis a partir de datos tales como que para llegar a la cancha de Chacarita Juniors había que tomar la avenida Corrientes.
Nunca llegué a hablar de ese asunto con Roberto. Supongo que, en su inmensa lucidez, debe haber prescindido de un tratado filosófico lleno de teorías sustentadas en referencias impuntuales. En todo caso, estoy seguro de que me hubiera sugerido olvidarme del tema, que si ningún Sebreli podría opacar la magia de Bochini, la zurda del Beto Alonso o la elegancia de Fernando Redondo, quién sería yo para hacerme cargo del asunto.
Por todo esto, por él y por Sebreli, por Sófocles, Demóstenes, Osvaldo Soriano y Aldo Pedro Poy es que quería recordarlo a mi modo a un año de su muerte. Decirle que lo quiero mucho, y que lo único que no le perdono es que no ande por acá para darle un gran abrazo en el Día del Amigo.