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Los juegos del hambre

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El poeta Rodolfo Edwards se preguntaba en uno de sus magníficos poemas si una chica podía andar en bicicleta y a la vez llorar. Barry Keogan, un actor muy joven, que tuvo una vida trágica, ya que creció en la pobreza en una barriada de Dublín y perdió a su madre, adicta a la heroína, de joven, también hace algo muy difícil: come un plato de fideos con salsa mientras hostiga a Nicole Kidman en una escena memorable de la anteúltima película de Yorgos Lanthimos, El sacrificio del ciervo sagrado.

Creo que sin este actor y sin esa escena, la película se caería a pedazos. Lanthimos tiene ciertas ideas de guión muy piolas –en Langosta, los hombres y mujeres que llegan a un hotel tienen que encontrar pareja o van a ser transformados en animales– pero después panea las vicisitudes de sus personajes con una distancia cínica.

Collin Farrell y Nicole Kidman son una pareja de médicos de buen pasar con un matrimonio modelo. Pero el cirujano que crea Farrell cometió un error  y lo va a pagar con la desintegración de su familia y de su mente. Martin, el personaje encarnado por el genial Barry Keoghan, tiene una cara de enfermo como pocas veces vi en una película.

El film es deudor de Bob el jugador, de Jean-Pierre Melville, y también de Hard Eight, de Paul Thomas Anderson: los tres films exploran las relaciones de hombres mayores con jóvenes inexpertos y lo que se oculta en el pasado que vuelve como tragedia.

Miren la escena en la que Martin come fideos, escuchen lo que le dice a Kidman, uno siente hambre y locura a la vez.