Poco menos de 34 millones y medio de argentinos están habilitados para votar el domingo próximo en estos comicios que definirán la renovación parcial de ambas cámaras del Parlamento. La disputa entre la coalición que gobierna y la oposición mayoritaria encarnada por quienes gobernaron hasta diciembre de 2019 es hoy voto a voto: una balanza inclinada hacia uno u otro sector puede definir qué línea tendrá el control del quórum –y, por lo tanto, cierto dominio de la agenda parlamentaria– durante los dos próximos años y cuánto habrá de exigir o ceder frente a propios y extraños.
Esta columna no se propone puntualizar aspectos políticos, porque no es su objeto de análisis. Sin embargo, el lenguaje no tiene, en esta previa a los comicios, influencia neutra, y menos aún en los periodistas, comunicadores y medios, que sí son sujetos que importan al ombudsman de PERFIL, interesado en aportar argumentos que faciliten a los lectores una mejor elección.
El 30 de mayo último, este espacio tuvo por título “Cuando un periodista insulta se suma al discurso de odio”. Decía entonces que “algunos medios, en Argentina y fuera de ella, son permeables a reproducir o generar frases cargadas de violencia y carentes de un mínimo de respeto por personas e instituciones, sin que aparezcan justificativos que respalden –al menos en parte– lo que se dice o publica. Esto no es nuevo, por cierto, y lleva ya décadas en nuestro país, en una sucesión de insultos, opiniones desbocadas, ataques directos o indirectos y –en extremo– incitación a grados superiores de agresión”.
La virulencia con la que parecen regodearse candidatos y dirigentes ha crecido desde entonces, muchas veces fogoneada con una agenda periodística que deja mucho que desear. Si bien son políticos quienes han suprimido todo freno a sus expresiones con el objeto de agraviar, insultar, denostar, humillar a sus rivales, parte del periodismo (y en este caso incluyo también a comunicadores y operadores de redes sociales) se ha sometido a la seducción de dar micrófono o abrir páginas a esas expresiones carentes de límites.
Cierto es que los dirigentes ejercen esa impúdica conducta, pero buscan y encuentran medios y trabajadores de este oficio dispuestos a acompañar (aunque fuere con críticas, o con una sonrisa socarrona) la desmesura llevada al lenguaje. Creen, estos profesionales, que ganan espacio y audiencia si se pegan al Milei de los “zurdos de mierda”, a la Tolosa Paz de “en el peronismo se garcha”, al Macri de “hicimos mucho buenismo, mucho pelotudeo ante el ejercicio del poder”, al Espert del “fuck you, Kicillof”.
No alcanzaría el espacio de esta columna para reproducir tantos exabruptos.
Por cierto, no es privativo del periodismo político argentino esta forma de comunicar o de dar paso a políticos que quieren hacerlo a como dé lugar. En 1994 (¡27 años atrás!), el entonces Defensor del Lector del diario El País de Madrid, Juan Arias, citaba una carta que decía: “A veces los lectores nos preguntamos si la crispación de la sociedad no la estarán provocando en parte ustedes, los periodistas, con sus intemperancias verbales, que es muy distinto de la genuina libertad de expresión”. Cabe la frase: “Mal de muchos…”.
En mi columna de mayo, reproducía este ombudsman un interesante texto de su colega, la Defensora del Público: “Los discursos violentos atentan contra los principios de convivencia social que constituyen los fundamentos de la vida democrática”. Coincido.
Un anhelo que comparto con muchos lectores de este diario: que después del domingo, sea cual fuere el resultado electoral, vuelvan la cordura y el buen gusto al discurso político y al lenguaje periodístico.