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Maldito presente

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Aquí iba a ir un chiste que, por razones que no vienen ahora al caso, quedó para otra oportunidad. Pues, comencemos entonces: la sede chilena de Penguin Random House Grupo Editorial, en su sello Literatura Random House, acaba de publicar Mundos habitados, novela de Roberto Merino (hasta donde sé, que no es mucho –por no decir nada–, sin distribución aún de este lado de la cordillera). Un primer indicio de la experiencia con la que me iba a encontrar al leerla lo tuve en agosto, en la Feria de Editores, cuando M.F. me la dio en mano, traída directamente desde Santiago, mientras me decía “es buenísima”. Por supuesto que confío en el gusto de M.F., pero ¿debía confiar también en Merino? Permítanme explicarme: Merino es para mí, como para muchos, uno de los más grandes cronistas latinoamericanos contemporáneos, sin dudas el mejor entre los chilenos (además de ser también un buen poeta). Hasta la publicación, hace unos años en Mansalva, de El loro atrofiado, uno de sus volúmenes de crónicas, sus libros, entonces inhallables en Buenos Aires, circulaban como un secreto a voces entre nosotros, como la contraseña de la buena literatura (increíble, acabo de escribir “contraseña de la buena literatura” sin darme cuenta de que era el eslogan de Mondadori cuando todavía no se llamaba Penguin Random House, y yo publicaba allí un libro tras otro… pero basta: ya dije que hoy no hago ningún chiste). En todo caso, cada vez que alguno de mis amigos (o yo mismo) viajaba a Chile, volvía con varios ejemplares, para regalar, de libros como Horas perdidas en las calles de Santiago, Por las ramas o incluso Lihn. Ensayos biográficos, sobre el que ya escribí alguna vez en este mismo entretenimiento dominical. Por lo tanto, la duda que yo tenía (y me consta que no era solo yo quien la tenía) era saber qué implicaba que un gran cronista, un gran lector y, también, un gran conversador publicara recién ahora, a los 61 años, su primera novela. ¿Estaría Merino dando un mal paso? Pues esta es mi respuesta: no solo no es un mal paso, sino que Mundos habitados está entre lo mejor de Merino, lo que es igual a decir entre lo mejor que se escribe en castellano. Novela abierta, que derrama hacia la crónica, la autobiografía e, incluso por momentos, hacia el microensayo, Mundos habitados es la narración –estructurada en años: 1964, 65, 66, etc.– de una memoria que se extravía en las calles de las ciudades –primero la de provincia y luego Santiago–, de una infancia y una juventud en un tiempo que, de tan cercano, parece lejísimos; de una vida que se repiensa a sí misma bajo el modo del tiempo recobrado. ¿Y cuál es el tiempo que se recobra? Lo que se recobra, en Merino, no es nunca el pasado sino, paradoja mediante, el presente. Un presente que parece perderse, extraviarse, confundirse con la bruma de una memoria en situación irregular (pequeño homenaje a Lihn), una memoria dubitativa entre la banalidad cotidiana (“¿Fue en el 74 o en el 75 cuando se pusieron de moda unos chaquetones-chalecos hechos con una lana llamada curirruca?”) y la brutalidad de la historia chilena, como todas las historias latinoamericanas. El presente, pues, como desafío a reencauzar y, por qué no, también a padecer. Tal vez no sea casual que Mundos habitados termine con una de las frases más poderosas de la novela: “Maldito presente pegado a la cabeza con un imán”.