Las cosas van de mal en peor para mí: pasé de aburrirla a deprimirla. Hace un tiempo, en el café del cornetto con Nutella, de la nada, saqué una perorata interminable sobre Raymond Roussel, especie de clase dada por un profesor subnormal, de la que ya no me acuerdo nada, como una forma de negación del papelón. Aunque en verdad recuerdo su cara, la forma en que contenía el bostezo y demás situaciones penosas. Sobre esa lamentable situación he escrito no hace mucho en este mismo entretenimiento dominical. Pues, mis muy eventuales lectores sabrán disculparme, pero me veo en la obligación de escribir ahora sobre lo ocurrido hace unos días en el mismo café, aun más lamentable (si los cornettos con Nutella no fueran tan ricos, pensaría que ese bar es mufa). Me puse a exponer mis convicciones, es decir mi certeza (porque no caben dudas que las cosas van a ser así) de que si gana Macri o cualquiera del PRO (¡como si hubiera diferencias entre Macri y Larreta!) van a venir a llevarse puestos los pocos derechos laborales, sociales y previsionales que aún quedan en pie (en estado calamitoso, agonizante, sin que el Frente de Todos los haya mejorado en nada), ente ellos la edad jubilatoria. Los varones pasaremos a jubilarnos a los 70 o más, y las mujeres también por ahí. La vehemencia demencial de mi exposición (que además rayaba el mansplaining, como si ella no estuviera igual o aun más enterada que yo de lo que va a ocurrir) la llevó a emitir un solo comentario: “Bueno, ya está… si no me van a dar ganas de tirarme del balcón”. Un silencio gravoso se apoderó de la escena. Qué desastre, en qué estaría pensando yo como para generar esa reacción. ¡Yo le tengo que gustar, no deprimir! Y tengo muchos argumentos como para seducirla… ¡Soy columnista del diario PERFIL, el mismo diario en que escriben prestigiosísimos columnistas como Nelson Castro o Duran Barba! Pero no sé por qué, atrapado por mi subnormalidad, no se me ocurrió decirle nada de eso. El silencio continuaba marcando el paso, cuando en una mesa cercana se sentó una mujer a la que le vi cara conocida, aunque sin reconocer quién era. Sacó de su cartera un libro y lo apoyó, contratapa hacia arriba, sobre la mesa. Desde la distancia que estábamos no alcanzamos a ver qué libro era, justamente porque exhibía la contratapa y no la tapa. Pero, aun a varios metros de su mesa, por la textura de la cartulina de tapa y la tipografía que lograba divisar lejanamente, dije que no era un libro argentino, sino probablemente inglés o norteamericano. Levantarme e ir a chequearlo fue todo uno: efectivamente era un libro de Penguin, en inglés. ¡Qué horror! ¡En un segundo había dejado de ser un pesado para convertirme en un nerd! ¿Qué mérito tiene darse cuenta a muchos metros de que era un libro en inglés? Solo un deforme puede darse cuenta –y vanagloriarse– de esas cosas, como esos que saben quién fue el bajista en solo un tema –en ningún otro– de Pink Floyd, en un disco pirata editado en Japón en 1974, o que reconocen que los pistones de un Chevrolet 400 que pasa por la calle no son originales, por el sonido que hace el motor cuando pone tercera (no cuando pone primera, segunda o cuarta). Con una bondad casi piadosa, me invitó luego a ir juntos a una librería a unas cuadras del bar donde, por supuesto, la librera no tenía y ni siquiera conocía el libro que yo buscaba.