Vimos hace días a Aldo Rico poner al servicio del proyecto kirchnerista su firmeza y su reciedumbre, su temple de hombre severo y toda la credibilidad que tiene en la zona de San Miguel. Pero como al parecer no lo satisfizo el reparto de puestos en las listas respectivas, pocas horas más tarde, por no decir que de inmediato, puso eso mismo: su firmeza y su reciedumbre, su temple de hombre severo y toda la credibilidad que tiene en la zona de San Miguel, al servicio de la causa contraria, el proyecto antikirchnerista (donde sin embargo un último reflejo de dignidad o de pudor por parte de Felipe Solá se resolvió como negativa).
Sabemos por el doctor Borocotó que para muchos ha concluido la era de la lealtad o la traición, y en vez de eso la vertiginosa mutación es lo que prima ante todo. ¿Será eso lo que explica el cambio repentino del antes coronel, luego intendente? Un día tiene la visión del mundo de Néstor y de Cristina, y tan luego al día siguiente pasa a tener la de De Narváez, que es la inversa y antagónica. La conveniencia, se dirá: la conveniencia. El pragmático fin de las ideologías deja a muchos hombres y mujeres de la política librados a la pura especulación. No obstante, con Aldo Rico habría que considerar tal vez, y acaso como atenuante, la enseñanza que legara en alguna oportunidad para todos sus contemporáneos y para la posteridad en pleno, la que dice que “la duda es la jactancia de los intelectuales”. Así se pronunció famosamente el ex coronel, cuando era coronel todavía, haciendo de la falta de duda su propia jactancia.
Obra ahora en consecuencia: no duda. Hoy se coloca aquí, mañana se coloca allá; y tan rápidamente hace todo que no cabe decir ni siquiera que se haya arrepentido. Quien no duda tampoco tarda, y puede saltar de inmediato de una postura a otra que sea opuesta. Al fin de cuentas, así también se dio a conocer, allá por abril de 1987. En boca del presidente Alfonsín, y desde el balcón de la Casa Rosada, fue golpista y sedicioso; y horas más tarde pasaba a ser, en esa misma boca y no en otra, y desde ese mismo balcón, un héroe de las Malvinas.
Rico no duda porque es un militar, tal la justificación que él mismo dio de su condición precartesiana. ¿No vendría a ser la pata que le está faltando al peronismo actual? Pero Rico el alzado carga con un lastre que algunos prefieren no olvidar. En las trincheras no siempre bien cavadas de la tierra malvinense, comprobó lo que dejara escrito Von Clausewitz: que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Años más tarde, ya con la cara lavada, desplegó en las calles de San Miguel su propia versión de esa misma fórmula según la dejara transformada Michel Foucault: que la política es la continuación de la guerra por otros medios. ¿Guerra? Guerra, sí: guerra al delito. Guerra al delito y combate de los delincuentes. La política reducida a esa sola dimensión y hablada con el glosario de los universos bélicos.
Es cierto que los intelectuales dudan, y es comprensible que un antiintelectualista sienta en ello una jactancia. El argumento de que el soldado no debe dudar y no duda se esgrime con igual convicción. La pregunta consecuente es qué lugar hay para eso en el espacio de la política argentina, si es que lo hay. Sobre todo cuando en ese espacio bien podría estar cabiendo todo: misticismos, balbuceos, policialismo, terquedad; una Evita resurrecta y una actriz que, cuando niña, hablaba con su madre muerta. ¿Cabe todo, o hay un límite?
Yo voté en 1995 por Carlos Heller y contra Mauricio Macri en mi patria chica, que no es tan chica y es Boca. Dudé (soy un intelectual) por los reparos que me suscita el menottismo, pero allá fue mi sufragio y hoy veo reaparecer con curiosidad a esos mismos contendientes en la escala de la escena nacional (que para los boquenses de ley no importa más que la de Boca). Lo más probable, sin embargo, es que no incline ahora mi votación ni por la candidatura señalada de uno ni por los candidatos señalados por el otro. Me pronunciaré, según se presentan las cosas, a favor de Luis Zamora, que en aquel ’87 justamente, al concluir la Semana Santa con aparente felicidad, sospechó de la casa en orden y declinó firmar la declaración casi unánime que el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, para el caso el presidente, propuso tras la rendición del bilioso coronel retobado. Zamora malició que había gato encerrado en el asunto, y ese gato no era otro que la Ley de Punto Final.