La Argentina deviene cada vez más territorio de violencias. Por ello, lo ocurrido hace pocos días en Monte Hermoso nos obliga a interrogarnos una vez más sobre las formas de violencia colectiva instaladas en nuestra sociedad, sobre sus fuentes y significaciones. No voy a hablar específicamente del horroroso asesinato de la joven Katherine Moscoso, sino sobre todo de los actos que le siguieron, el estallido social y luego el linchamiento de uno de los presuntos sospechosos del crimen.
En las últimas décadas, la crisis y desorganización social que ha vivido la Argentina produjeron transformaciones notorias en el tejido social. Por ejemplo, desde abajo, la crisis de 2001 dio cuenta del predominio de formas de autoorganización solidaria, aunque estuvo atravesada también por formas de insolidaridad y de violencia colectiva (saqueos, escraches-linchamientos). La fractura social fue enorme. Pese a que el país salió de la crisis y de la situación de emergencia social, la ruptura producida no fue seguida de una recomposición de las solidaridades sociales, mal que les pese al kirchnerismo y a su discurso en torno a la década ganada. Todo lo contrario: la sociedad fue cambiando y se complejizó con la explosión del narcotráfico, la persistencia de las desigualdades y la marginación, con la creciente presencia de la problemática de la inseguridad. En consecuencia, también se complejizaron las formas de violencia colectiva.
En un libro muy recomendable, escrito por el sociólogo Javier Auyero y una maestra, María Fernanda Berti, La violencia en los márgenes, se introduce el concepto de “cadenas de violencia”, una noción que plantea salir del esquema diádico (ley de talión), para pensarla “como una serie de círculos intersectados, a través de los cuales se establece una comunicación entre los diferentes tipos de violencia: criminal, interpersonal, doméstica, de género”. En esta línea, dicen los autores, la violencia es utilizada para avanzar sobre el territorio o para protegerlo, dedicada al comercio semilegal (La Salada) o ilegal (droga); es también utilizada por madres y padres para disciplinar a sus hijos o hijas, muchas veces para mantenerlos lejos de las malas compañías. Puede ser utilizada como autodefensa (contra una tentativa de violación; frente a la violencia doméstica) o para defensa de la propiedad; en fin, es también utilizada para obtener recursos económicos para financiar un hábito (droga o alcohol); para mantener el dominio sobre la pareja, o para ser reconocido por otros. Estos usos no son excluyentes y aparecen interconectados en los barrios relegados, que devienen así permeados por la violencia.
Mi hipótesis es que estas cadenas de violencia, que los autores analizan de modo notable como parte de la cotidianeidad de los barrios más relegados, tienden a ganar amplitud, extendiéndose cada vez más por la sociedad. En esta línea interpretativa, lo de Monte Hermoso no es un hecho casual ni excepcional, sino que ilustra la acumulación y la interconexión entre diversas formas de violencia individual y colectiva, como matriz de acción (femicidio, estallido social, saqueos, linchamiento).
Sin embargo, nada de esto parece perturbar demasiado la vacua campaña electoral a la que estamos asistiendo. Mientras los políticos con más chance de devenir presidentes buscan juntar votos con rating, acentuando el discurso punitivo-securitario y desfilando por programas farandulescos; mientras el oficialismo se apropia de fechas históricas para festejar que por fin volvemos a “tener patria”, ninguno de ellos parece estar pensando en un modelo de país que contemple la reconstrucción del tejido social, que en acciones como las de Monte Hermoso muestran su peor costado: la expansión de una cadena de violencias que revela una preocupante regresión política y fascistización de la sociedad.
*Socióloga y escritora.