Cada cuatro años lo mismo. Cuando se aproxima el Mundial, a maestros y expertos se les da por fantasear piadosas argucias para el aprovechamiento de lo inevitable: los chicos mirarán los partidos en la escuela (si ese día tienen clase) y los responsables de su educación disimularán el tumulto futbolero imaginando que pueden enseñarse muchas cosas interesantes sobre la geografía, el sistema político, las costumbres, las lenguas y las instituciones de los países que juegan con Argentina.
Cada cuatro años se repite esta homilía didáctica que, en su centro, tiene un inmenso agujero: nunca se propuso que se enseñara qué estaba sucediendo en la Argentina mientras se jugaba el Mundial de 1978 (véase el instructivo repartido hace cuatro años por el ministerio). A los profesores de Literatura no se les sugiere, por ejemplo, que despabilen a sus alumnos adolescentes con la lectura de Dos veces junio de Martín Kohan. A los profesores de Historia no se les propone que abran el Nunca más para que sus estudiantes encuentren allí los centros de detención que funcionaban en ese momento y hagan el mapa con el profesor de Geografía. A ningún ingenioso todavía se le ha ocurrido organizar un concurso nacional, usando las laptops que el Gobierno entregó, para investigar el año 1978, que los adolescentes vean en internet la foto de Videla tocando con sus manos la copa y, si la vieron antes, que la miren de nuevo y piensen que, como en un cuento de ciencia ficción, en junio de 1978 hubo dos espacios diferentes: el espacio de los que festejaban con banderas y el subterráneo espacio de los que sufrían. No se sugiere que las escuelas cuelguen un mapa de la Ciudad de Buenos Aires que impida olvidar que a pocos centenares de metros de la cancha de River, donde los terroristas de Estado recibían la copa junto a la selección nacional victoriosa, está la ESMA, donde en ese mismo momento se torturaba, se violaba y se mataba por orden de los señores uniformados que celebraban en el Monumental.
Silencio. La memoria es intermitente y selectiva. En el país del Nunca más, en el país donde se denuncia cualquier olvido, el Mundial es el tabú de la conciencia argentina. Se impone el silencio hipócrita a muchos que han hecho un oficio de la memoria histórica.
¿Cuál es el hechizo? El nacionalismo deportivo, sin duda. Pero una fuerza oscura lo sostiene más abajo, porque examinar los festejos del Mundial ’78 implica juzgar no sólo la perversidad de los militares, sino la inconsciencia cultivada de quienes sabían lo que estaba sucediendo. Hubo notas en los diarios escritas por gente que estaba al tanto de algunos hechos y sin embargo reclamaba un blando derecho a la alegría; hubo dibujitos en las pantallas de televisión caricaturizando, muy graciosamente, a Camerún y su hincha (dibujito que hoy sería considerado racista y denunciado ante el Inadi); hubo exiliados reunidos con la bandera argentina festejando los goles; muchos de los que normalmente repudiaban la dictadura, sin embargo, decidieron bajar la cortina durante dos semanas enajenadas.
Todo está en los archivos periodísticos, de modo que no estoy revelando verdades incógnitas. La mayor parte de los argentinos festejó el Mundial, haciendo un paréntesis en sus vidas. Se creyó que era posible separar a la dictadura de los nuevos estadios, de la llegada de la televisión color, de la noche en que la Argentina se consagró campeona, de los entusiasmados militares en las plateas. Se creyó que era posible una especie de cirugía de alta complejidad que habría garantizado que la pelota quedara limpia, los hinchas de la celeste y blanca gritaran tranquilos y felices, los dictadores sonrieran y los muertos y torturados esperaran un poco. Después de todo, que la gente festejara el Mundial no iba a empeorar demasiado la situación.
¿Por qué no se enseña esto en las escuelas, ya que muchos parecen preocupados porque los chicos aprovechen las horas entre partido y partido? En el país que el kirchnerismo ha convertido en Capital Planetaria de la Memoria, no se recuerda el ’78 como el Mundial de la dictadura. Tampoco lo recordaron así los gobiernos anteriores. Pasando por alto todo lo que se sabe sobre el uso que los nazis hicieron del deporte, se creyó que los argentinos inventábamos un salto ornamental. Fue, en cambio, una obnubilada pirueta.
Por otra parte, es posible manipular la opinión pública y sostener, al mismo tiempo, la inalterable consigna de que “el pueblo siempre tiene razón”. Cuando en este párrafo se escribe la palabra “pueblo”, debe leerse: capas medias y altas, sectores populares, pobres, marginales y millonarios: un alegre arco iris de amnesia policlasista. La dictadura no necesitaba recurrir al subterfugio del pueblo. Pero las décadas siguientes debieron usar munición populista para afirmar que los sentimientos colectivos son tan respetables que, si es necesario, se los ubica por encima del juicio moral.
En suma: “Los argentinos somos derechos y humanos”. ¿Nadie pegó esa calcomanía, de una superioridad repugnante, en la luneta de su auto? Muy pocos quedamos fuera del pueblo (probablemente los mismos que nos mantuvimos lejos del afiebrado acceso de nacionalismo territorial que acompañó a Galtieri en el desembarco en Malvinas). Los que fuimos refractarios a la borrachera deportiva que culminó con la victoria recordamos esos días en los que nos sentimos extranjeros en nuestro país porque nada podíamos compartir de una oleada de sentimiento colectivo.
Un mes después de que terminara el Mundial de 1978 desaparecieron la mayoría de los dirigentes de Vanguardia Comunista. Ellos nos habían dado el dinero a Carlos Altamirano, Ricardo Piglia y a mí para fundar la revista Punto de Vista. Con ellos habíamos discutido la necesidad de que se publicara una revista cultural que permitiera reagrupar a los pocos que se animaban a encontrarse. Punto de Vista salió en marzo de 1978. Ellos alcanzaron a ver el tercer número. Sólo nosotros tres conocíamos su origen clandestino y secreto.
Cuando la dictadura secuestró y dio muerte a Elías Semán pensamos dos cuestiones: ¿dónde refugiarse?, ya que era probable que lo hubieran seguido hasta nuestras casas. Y ¿cómo continuar la revista con la plata que nos había quedado de esos muertos? Con un poco de suerte, resolvimos los dos problemas y la revista continuó.
Recuerdo muchas discusiones políticas con el Turco Semán, inteligente, irónico y valiente. Detrás de todos esos recuerdos queda uno. Vino a mi casa la tarde que se inauguró el Mundial. Encendió el arcaico televisor blanco y negro. Yo le dije: “Turco, no vas a mirar esa porquería”. Me contestó: “Quedate tranquila: sólo un rato porque tengo que ir a buscar a mis pibes a Ferro”. El televisor siguió prendido y, como puede comprobarse en YouTube, sonaba una música de marcha militar acompañando un banal pero aguerrido desplazamiento de chicos con buzos blancos.
El Mundial terminó el 25 de junio. La dirigencia de Vanguardia Comunista cayó a mediados de agosto. Seguramente, la dictadura los tenía marcados, pero esperó que se fuera hasta el último equipo periodístico extranjero. Tal el cierre de mi Mundial del ’78, unido a la muerte del Turco Semán, de Beatriz Perosio, de Abraham Hoch, de Rubén Kriskausky, de Roberto Cristina.
La semana pasada recibí un mensaje de una mujer que no conozco, donde me cuenta esta breve historia: “El 2 de junio de 1978 mi familia me acompañó a la Facultad de Derecho (UBA) a recibir mi diploma de abogada, ellos orgullosos con su hija de 22 años recibida, yo con ansiedad porque había invitado a la ceremonia a mi amigo, un joven abogado de 26 años, Alberto Jorge Vendrell, que no concurrió. A los pocos días me enteré de que a fines de mayo/78 fue secuestrado y desaparecido”. Alicia Martínez, que envió el mensaje, agrega: “Vendrell vivía en Caseros igual que yo. Eramos primeros profesionales de familias obreras”.
Cosas así podrían enseñarse en las escuelas entre partido y partido. No digo que sea un antídoto contra el nacionalismo deportivo, que es una peste resistente y casi universal, pero será, por lo menos, un acto de memoria. La copa del ’78 está manchada.