Cuando pensamos en lo que hace el Congreso, pensamos en cosas épicas: las leyes fundamentales de la nación, la preservación de la república, o en ponerles un freno a las tendencias hegemónicas de cualquier gobierno. Son cosas grandes e importantes.
Pero esa agenda de las grandes cosas convive con una agenda más oculta y a primera vista menos relevante. Una tarea que combina la muñeca de un orfebre y la precisión de un relojero con la tenacidad de un arqueólogo.
La referencia a la arqueología no es casual. Nuestro marco jurídico es un entramado de capas históricas que, como las siete ciudades que se superpusieron en Troya, van adicionando normas que se apilan una arriba de la otra.
La arraigada creencia de que el Estado te cuida, la creencia de que las interacciones humanas son el campo de batalla entre poderosos y ciudadanos indefensos nos ha llevado, a través de los años, a regular la vida cotidiana de los argentinos poniendo límites a todo. Como principio todo está prohibido, y lo que no lo está queda sujeto a innumerables restricciones. El Estado se mete hasta en las cosas más íntimas, por ejemplo, te obligaba, si hacías un baño, a que tuvieras bidet.
Esto es un problema, porque las interacciones humanas voluntarias ocurren si ambas partes se benefician de ellas, por lo que muchas veces las restricciones que imponemos generan más daño que beneficio. La reciente ley de alquileres sería un buen ejemplo.
Surge entonces la tarea de encontrar esas cuñas, esos bloqueos, esas restricciones, a veces pequeñas, a veces imperceptibles pero que sin que lo sepamos pueden destruir industrias enteras. El día que logramos identificarlas y eliminarlas, miramos para atrás y nos preguntamos, ¿por qué prohibíamos esto?
Hoy quiero ilustrar este desafío de arqueología legal, usando como ejemplo una palabra que, aun cuando fue insertada con la mejor buena voluntad, destruyó una industria entera. Espero que la anécdota sirva para entusiasmar a los nuevos legisladores que llegarán en diciembre al Congreso en su rol de arqueólogos legales. Mientras algunos usan el telescopio para encontrar el camino al futuro, es necesario que otros despejen las piedras del camino que nos impiden avanzar en esa dirección.
Vayamos al caso. Nuestro Código Civil y Comercial estipula en su articulo 288 que versa sobre la firma que “en los instrumentos generados por medios electrónicos, el requisito de la firma de una persona queda satisfecho si se utiliza una firma digital, que asegure indubitablemente la autoría e integridad del instrumento”.
Esto parece, no solo inocuo, sino moderno. Pero el problema es el uso del término “firma digital”. Según la Ley 25.506 de 2001, la firma digital requiere un certificado emitido por un licenciatario centralizado. En pocas palabras implica hacer un trámite (en papel y presencial) con un certificante. En la práctica es conseguir un token (típicamente alojado en un pendrive) que contenga el certificado. ¿El resultado? Nadie hacía el tramite, nadie tiene un token, y por ende la firma digital es impracticable o poco práctica. Parafraseando a Perón, que decía “¿quién ha visto un dólar?”, podríamos decir “¿quién ha visto un token?”.
La Ley 25.506 se promulgó en 2001 con toda la buena intención del mundo. Pero desde entonces, alternativas de encriptación como el blockchain permiten modalidades de firma instantánea como las que se puede hacer hoy, por ejemplo, con el programa DocuSign, con el cual se firman millones de documentos en los EE.UU. Pero, claro, el 288 prohibía su uso o los vaciaba de validez legal.
En 2017, sobre todo por el liderazgo de Horacio Liendo (n), trabajamos para que los decretos de desregulación de ese año, que luego se convirtieron en Ley 27.444, cambiaran la palabra “digital” por “electrónica”, que engloba estas otras tecnologías al disociar la firma de la que define la Ley 25.506. Lo hicimos para la Ley de Cheques (24.452), tarjetas de crédito y pagarés bancarios. Estrictamente estipulamos que “si el instrumento fuese generado por medios electrónicos, el requisito de la firma quedará satisfecho si se utiliza cualquier método que asegure indubitablemente la exteriorización de la voluntad de las partes y la integridad del instrumento”.
El plan maquiavélico que no funcionó
Levantar la prohibición del uso de otras modalidades de firma generó una revolución en la modalidad de emisión de cheques. Nacían así los e-cheq. Los e-cheqs que cada usuario podía firmar desde su PC, sin token, no permiten vicios de forma, se pueden partir, quedan plenamente registrados en todas sus fases, no se pueden perder, ni te los pueden robar. No hay que moverlos de un lado a otro. Todas las partes involucradas tienen acceso a él en todo momento (el cheque físico está solo en el banco receptor). Con tantas virtudes no extraña que estén reemplazando rápidamente al cheque físico. De hecho, el resultado fue una revolución, hoy los cheques electrónicos ya representan casi la mitad de los cheques emitidos. Y en poco tiempo desplazarán a los cheques físicos por completo.
Por la agilidad de su ejecución, los cheques diferidos son el instrumento de crédito más accesible que tienen nuestras pymes. El Estado, al prohibir los cheques electrónicos, había restringido la agilidad de uno de los instrumentos de crédito más importantes del sistema. El Estado que nos protegía en realidad nos prohibía y nos descuidaba.
Lo interesante es que aun cuando hoy se emiten millones de cheques electrónicos, no se han producido situaciones de riesgo, estafas, o litigios que el 288 intentaba evitar. Es que la gente no interactúa entre sí para embromar al otro. Como decíamos, actúa para hacer transacciones voluntarias, que solo se llevan a cabo si dejan a ambos mejor. La idea de que el Estado tiene que supervisar y regular cada una de esas transacciones es una idea en muchos casos fatídica. Debemos tenerle más confianza a la libertad y empezar a temerle mucho más a la regulación.
Lo cierto es que este es solo un ejemplo. Nuestro cuerpo legislativo está lleno de puertas secretas detrás de las cuales se esconden importantes tesoros. Ojalá que el nuevo Congreso traiga consigo a muchos arqueólogos que nos ayuden a derribar estos escollos imperceptibles. De hecho, como dijimos, falta cambiar “digital” por “electrónico” en el 288, extendiendo lo que hicimos en la Ley de Cheques a toda la legislación. Si ese pequeño cambio generó grandes transformaciones imaginen lo que haría extendido a todos los contratos.
*Profesor en la Universidad de San Andrés, Harvard y HEC (París).