El plan era maquiavélico pero podía funcionar. Poner al virus como prioridad excluyente de la gestión de gobierno, encerrarnos en nuestras casas como si viniera el fin del mundo, reducir con ello la velocidad de propagación y aprovechar esa ventana para vacunar. Así los votantes entenderían que sus vidas habían sido salvadas por la superioridad moral de un Gobierno que estaba dispuesto a sacrificar todo en pos de la seguridad y bienestar de su pueblo. Como decía Mobutu Sese Seko, el dictador congoleño, el éxito de un Gobierno es saber crear la suficiente cantidad de obstáculos que le permitan luego ofrecer soluciones.
Pero el plan no funcionó. No funcionó en ninguna de las premisas que lo impulsaron. El aislamiento no incidió en la propagación del virus. Quizá lo aceleró, al encerrar a la gente para enfrentar a un virus que se propaga por aire en ambientes cerrados. A su vez, el encierro derrumbó la economía. Como bien dice la diputada Vallejos en su primera epístola a Pedro, “la gente se siguió cagando de hambre”. Pero sobre todo no funcionó porque las vacunas no llegaron. Por motivos inexplicables o innombrables. El resultado fue que no optaron entre economía y salud, sino que destruyeron ambas (lo dice Vallejos en su segunda epístola: “No se salvaron vidas ni se mantuvo la economía”). Al rechazar las vacunas de Pfizer, condenaron a muerte –nunca sabremos el número exacto– a entre 20 y 30 mil argentinos. Como remate, la foto de Fabiola vino simplemente a demostrar que la supuesta superioridad moral era una fachada para ocultar una concepción autoritaria del poder.
Lo cierto es que el plan no funcionó. Abraham Lincoln decía, célebremente: “Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo”. La diputada Vallejos, también en su primera epístola a Pedro, lo argentiniza con una crudeza visceral: “La gente no come vidrio, come un poco, pero no tanto todos los días”.
Como decía Mobutu Sese Seko, el dictador congoleño, el éxito de un Gobierno es saber crear la suficiente cantidad de obstáculos que le permitan luego ofrecer soluciones.
Pero la calidad de un gobernante no se mide únicamente por el éxito de sus planes, sino por su habilidad de pergeñar un plan B ante los tropiezos. Así que fracasado el primero, devastado su cimiento moral y su efectividad práctica, con 115 mil muertos a cuestas, empobrecida la población y habiendo militado la pobreza futura con el cierre de las escuelas, llegó el tiempo de descartar el plan original (ya lo hizo Manzur esta semana) y avanzar con el plan B.
En estas semanas que pasaron, el presidente sustituto implementó todo lo pedido por la presidenta real. Bastó una carta pública para poner las cosas en su lugar. Su vocero se fue, y de entre sus ministros, les pidió la renuncia a quienes le habían sido leales. Por ello la frase en la carta del 16 de septiembre donde remarca que faltaba ejecutar, según la previsión presupuestaria, el equivalente a 2,4% del PBI, debe leerse con cuidado y con la fuerza de una orden que debe y será implementada. Puesto en palabras sencillas, la presidente ordenó un shock fiscal (léase aumento del gasto público) del 2% del PBI previo a las elecciones. El plan B es ponerle plata en el bolsillo a la gente o, dicho en palabras sencillas, “gastar y gastar para reactivar o reventar”.
Pero una cosa es ponerle dinero en el bolsillo a la gente y otra es ponerle bienes, cosas reales que se puedan consumir. ¿Dinero? Eso es fácil. Si funcionara, Argentina sería el país más rico del mundo. Lo serían también Venezuela y Zimbabue. Ya vemos que no.
Detrás de la idea de que alcanza que el Estado gaste o reparta para reactivar una economía subyace un error que ha sido como un cáncer para la política económica de nuestro país. Un aumento más o menos permanente en el gasto público no puede nunca reactivar la economía por la sencilla razón de que todo gasto público implica gastar un peso que el Estado tiene que sacar de otro lado. Así, aun si concediéramos que el gasto que se hace sí expande la actividad económica, no podemos evaluarlo sin tomar en cuenta que lo que le saco a quien le saco para pagar ese gasto va a tener el efecto opuesto. Y como lo que gasto siempre es lo que le saco a otro, el resultado será neutro en el mejor de los casos y negativo en la mayoría: el Estado en muchos casos gasta peor que los privados.
Eso de que todo peso que se gasta se paga debería quedar claro cuando reparamos en que el stock total de deuda con privados y multilaterales es solo el 4% del gasto público actualizado de los últimos treinta años (si fuéramos más atrás, el porcentaje sería menor, obviamente). Que quede claro, con esos niveles relativamente bajos de deuda, cada centavo que el Estado gasta alguien lo paga, ya sea con impuestos o sufriendo el yugo del impuesto inflacionario.
Entonces, si le doy un peso al señor A y le saco un peso al señor B, el efecto económico es neutro o negativo (por ejemplo, si el señor B pensaba invertir y ahora no puede). La reactivación con la que sueña el plan B del Gobierno, simplemente, no puede ocurrir. No al menos con estas herramientas.
¿Tendría la movida al menos un efecto redistributivo? Seguramente no. Porque si el financiamiento es con emisión, quiere decir que los recursos se recaudarán con inflación. Entonces el señor B, al que le cobro, es un señor pobre, y el señor A, que recibe, probablemente no. En general la inflación es mucho más efectiva en encontrar al pobre que el Estado, que tiene que alimentar una capa de funcionarios y burócratas o reparte exenciones impositivas y subsidios sin un claro sesgo distributivo. Por ejemplo, el reciente aumento del mínimo no imponible en el impuesto a las ganancias beneficia al 10% más rico con recursos que aportará el 10% más pobre.
En síntesis, el plan B tampoco funcionará. Simplemente implicará gastar más para darles a algunas personas sacándoles primordialmente a los que menos tienen con inflación. Quizá solo sea dar para poder decir que se da, al tiempo que se saca ocultando que se saca. Pero, como dice Vallejos, la gente come vidrio, pero no tanto.
*Profesor en la Universidad de San Andrés, Harvard y HEC (París).