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Necrofilia e insensatez

No hay derecho al asombro. Tampoco hay margen para exhibir desconcierto. No fue un episodio excepcional. No se trató de algo casual, motivado por imprevisibles eventualidades.

Pepe150
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No hay derecho al asombro. Tampoco hay margen para exhibir desconcierto. No fue un episodio excepcional. No se trató de algo casual, motivado por imprevisibles eventualidades.
Ignoro si afirmarlo me coloca en la condición de imputador incapaz de probar la acusación, pero la tragedia de los nueve adolescentes, una profesora y dos camioneros muertos en Santa Fe fue un asesinato.
Nada de improbable, ni mucho menos imposible. Todo está configurado para que las condiciones del tránsito terrestre en la Argentina se aproximen al concepto de “tormenta perfecta”. Hay que transitar esas rutas para comprobarlo.
La Policía ha desaparecido de autopistas, autovías, rutas nacionales y provinciales. Nada. Cero. No existe. Son vías de circulación convertidas en territorios liberados de la interferencia de los uniformados.
Hartas de luchar estérilmente contra coimeros seriales a bordo de patrulleros, las autoridades políticas han retirado a las fuerzas de las rutas.
Así, todo es posible. En autopistas que autorizan una velocidad máxima de 130 km por hora, es normal advertir a modernos bólidos circulando a 180 km. Se zigzaguea. Se acosa al que mantiene la velocidad tope, y autos pegados literalmente al paragolpes trasero de quien cumple la ley terminan arrojando a la derecha al inadaptado.
La evaporación de la Policía de la ruta supone que la Argentina no controla ni castiga el consumo de alcohol, razón aparente por la cual el camionero que circulaba a los bandazos por la Ruta 11 cometió la maniobra que mató a nueve chicos de entre 16 y 17 años.
El estado ruinoso de los camiones es perceptible a simple vista. Incluso en autopistas y autovías se adelantan y sobrepasan entre ellos, aun cuando estos pesados mamuts de acero llevan adheridas calcomanías señalando una velocidad máxima de entre 90 y 110 km por hora.
Cuando se adelantan, lo hacen acelerando a 140. Lo veo en las rutas a Mar del Plata y Rosario, pero también en la que va a Pergamino, que tiene dos manos no divididas.
Es normal, tolerado y absolutamente legal en la Argentina circular sin luces de posición y sin chapas patente legibles. No sólo en las rutas, sino incluso en las ciudades. Aquí, en Buenos Aires, es muy sencillo asomarse a cualquier avenida y ver desde la caída del sol camionetas, autos y camiones completamente a oscuras y no identificables. Circulan junto a patrulleros y pasan por las comisarías sin ser molestados.
Desde la crisis de 2001, centenares de vehículos imposibles tartamudean por la zona metropolitana, cargados de fardos de basura, con decenas de personas subidas a ellos, sin luces y sin patente. Obviamente, ninguno de ellos tiene seguro de responsabilidad civil.
Artefactos mortales que deambulan por calles y avenidas sin restricciones, con la misma impunidad de los colectivos: la mayor parte emite gases irrespirables. Con toda certeza, sus dueños no podrían exhibir pólizas de seguro vigentes.
La filosofía oficial vigente es que, como no hay que “criminalizar” a los pobres, hay que renunciar a la vigencia de la ley. El poder político de hoy piensa y ejecuta una ideología tétrica: acatar las normas es acentuar la “exclusión social”.
Por eso, en la monarquía absoluta del vale todo, el país asiste al nuevo crimen con fatalismo y pasividad, una sociedad totalmente sometida a la inexorabilidad de la carnicería.
En la Argentina muere todos los meses el equivalente a las personas que transportan casi dos Jumbos 747 completos. Es como si se cayera a tierra un 747 cada dos semanas, durante todo el año.
No “reprimimos”, no “criminalizamos”, no vivimos dentro de la ley.
Malas noticias: seguirá sucediendo. A menos que cambie el paradigma y, en lugar de la siniestra praxis del subsidio a camioneros y colectiveros, se cambie a fondo, en un retorno al hoy desastrado estado de derecho.
El 12 de octubre de 1936, la Universidad de Salamanca celebraba el Día de la Hispanidad. El filósofo vasco Miguel de Unamuno (El sentido trágico de la vida) era rector y estaba presente ese día, junto al obispo de Salamanca y al gobernador civil, además de la esposa de Francisco Franco y el general fascista José Millán Astray.
Millán Astray atacó violentamente a Cataluña y a las provincias vascas, a las que insultó como “cánceres en el cuerpo de la nación”. Y vomitó: “El fascismo, que es el sanador de España, sabrá cómo exterminarlas, cortando en la carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimentalismos”.
Desde el fondo del auditorio, un camisa azul gritó la consigna bélica de Millán Astray: “¡Viva la muerte!”.
Los falangistas saludaron, brazo en alto, estilo fascista, mirando al retrato de Franco que colgaba de la pared, sobre la silla presidencial.
Unamuno se incorporó y dijo, para siempre: “Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso –por llamarlo de algún modo– del general Millán Astray, que se encuentra entre nosotros. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao. El obispo –Unamuno señala al intimidado sacerdote a su lado–, lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona”.
“Pero ahora –continuó– acabo de oír el necrófilo e insensato grito: ‘¡Viva la muerte!’. Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor.”
Se hizo un silencio, mientras Unamuno recuperaba fuerzas. En ese momento Millán Astray gritó: “¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!”, acompañado por los falangistas. Unamuno murió “con el corazón roto de pena”, como relató Hugo Thomas, el último día de 1936.
Puedo entender las diferencias, pero en la Argentina la noción de “¡Viva la muerte!” goza de buena salud.
Y no es una paradoja.