En los tiempos que corren, cuando desde múltiples y aún antagónicos sectores se proclama enfáticamente la defensa de la vida humana, nada debe hacer perder de vista que para la seguridad de los derechos –nunca un pretendido derecho a la seguridad– nadie puede desconocer los imperativos internacionales en la evitación del derramamiento de sangre. Aunque la mayor de las veces las expresiones nada, nunca, nadie, retumben como reacción de la prédica patibularia que no son más que técnicas de neutralización a las que apela el inescrupuloso frente a los muertos: desconocimiento de responsabilidad, minimización del mal, negación de la víctima, condena a los jueces.
Por si quedaba algún distraído, sobre todo de aquéllos que siguieron de cerca la performance del Mundial, Francia fue condenada el pasado 7 de junio a raíz del disparo de un gendarme que mató a quien se fugaba a bordo de un vehículo por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, señero para toda interpretación de acuerdo a los cánones de la Corte Interamericana y nuestro propia Corte Suprema.
En el reciente caso “Toubache” (con ch, de Chocobar) para concluir que Francia había violado el derecho a la vida sacralizado en la carta europea, se estableció sin ambages que el uso de la fuerza debe ser de necesidad absoluta y de proporcionalidad estricta. Claro que frente a tal demérito, el mínimo compromiso del Estado galo en favor de su legitimidad ética se reveló inclusive en forma previa a la sentencia, ya que para el mes de febrero de 2017 había modificado su Código limitando el alcance del “cumplimiento de un deber” que se pudiera alegar como eximente en favor de un uniformado.
Por supuesto que en nuestro país, más allá de cualquier hábito espurio o postulado homicida, este estándar básico aparece receptado en el art. 22 de la Ley 24.059 de Seguridad interior que incorpora el Código de Conducta de la ONU de 1979 –en particular su artículo 3–, con más su desarrollo por vía de reglamentación y aún de regulación interna de fuerzas que incluyeron los perfeccionados Principios Básicos sobre el Empleo de la Fuerza y de Armas de Fuego de 1990 que llegan a proclamar el desuso de armas letales. Todo ello sin olvidar los compromisos asumidos a partir del caso “Bulacio” a propósito de causas y condiciones de detención y las restricciones fijadas en la materia por el informe de la Comisión Interamericana de 2009, de carácter imperativo si no se quiere extrañar a la Argentina de la legalidad internacional para retrotraernos a un estadio pre-democrático.
La inmoralidad e hipocresía frente a las ejecuciones policiales como forma corriente de disimular la pena de muerte, marcan la distancia con aquéllos que se empeñan en negar o comprometer la existencia humana, a través del ejercicio de la acuñada categoría de necropolítica, para el caso y aunque suene redundante, criminal en sí misma.
En definitiva, siempre es útil recordarles las enseñanzas en Yale del malogrado profesor Robert Cover, cuando advertía sobre el poder destructivo del discurso jurídico, ya que toda interpretación legal tiene lugar en un campo de dolor y de muerte.
*Juez de Casación y profesor titular UBA / UNLP.