Fui el único periodista argentino presente aquel día en Nueva York. Había terminado mi programa de radio desde allí a las 8 a.m.; a las 9 debía pasar a recogerme el taxi que me llevaría a Washington, donde estudiantes de periodismo, ante quienes debía dictar una conferencia, me esperaban.
Había visitado el Trade Center el día anterior. A las 8.50 recibí una llamada de Buenos Aires: “Se está incendiando una de las Torres Gemelas”. Me pusieron al aire.
Desde el hotel veía la densa columna de humo. Todavía nada me hacía prever que podía tratarse de un ataque terrorista.
Las especulaciones eran de una amplitud grandiosa. ¿Qué debía hacer la gente que se encontraba aún en el edificio? ¿Subir a la terraza, esperando ser rescatada? ¿Quedarse allí?
Entonces vi la sombra del segundo avión acercándose. ¿Sería un avión de reconocimiento? Volaba demasiado bajo... parecía que siguiendo esa trayectoria chocaría con el Trade Center...
Y entonces sucedió. Y entonces supe varias cosas. En primer lugar, que mi viaje a Washington se había suspendido; en segundo lugar, que se trataba de un ataque terrorista.
Las comunicaciones colapsaron, perdí contacto con Buenos Aires, donde estaba saliendo en vivo.
No recuerdo haber vivido experiencia más traumatizante que ésa. Inmediatamente recordé una entrevista que no hacía mucho había leído. El entrevistado era Frederick Forsyth, el célebre autor de El día del chacal y Los perros de la guerra. Contaba que había escrito una novela que comenzaba con un ataque terrorista a las Torres Gemelas, que no había conseguido editor porque fue considerado “demasiado fantasioso”.
La fantasía se había hecho realidad.
Las sensaciones que experimenté puedo resumirlas en tres recuerdos: en el momento del derrumbe de la primera torre, la voz de una locutora televisiva que dice: “Oh, my God!”, y se desmaya. La calle Broadway a las siete de la tarde, cuando intentaba acercarme al lugar de los hechos para seguir la transmisión en vivo: nadie, absolutamente nadie. De pronto aparece un autobús a contramano. El conductor que me ve se detiene, abre la puerta y me pregunta: “¿A dónde va?” “A la calle 26”, respondo. “Suba –me dice–, yo lo llevo. Total, hoy no voy a tener ningún pasajero.”
Cuando cayó la noche sobre Nueva York, nuevamente dando informes en vivo por radio, César Massetti, en Buenos Aires, me pide que defina esa ciudad en una sola palabra. Elijo una, la primera que acude a mi mente: “Espectral”.