La separación e independencia de los poderes es una condición esencial de nuestra forma de gobierno. Al considerar el tema, Alexander Hamilton (El Federalista, 78) razona que “el poder judicial es, sin lugar a dudas, el más débil de los tres departamentos del poder; que nunca puede atacar con éxito a ninguno de los otros dos, y que todos los cuidados posibles son requisitos para permitirle defenderse contra sus ataques”.
Es esencia de la función judicial que, al decidir, los jueces hagan cumplir las normas y, con ello, respetar la igualdad ante la ley. Por ello, toda declaración del poder político sobre lo que los jueces debieran o no hacer al juzgar constituye, en sí misma, un peligro que puede generar consecuencias nefastas.
En la Argentina, la independencia judicial viene sufriendo numerosos embates desde hace mucho tiempo. Así resultó, por ejemplo, de las amenazas a los jueces de la Corte Suprema de Justicia que una dirigente afín al gobierno anterior pronunciara durante un acto frente al Palacio de Tribunales, para exigirles una sentencia sobre la ley de medios, y de las expresiones vulgares que un jefe de gabinete del mismo gobierno dedicara a los integrantes de un tribunal que debía decidir al respecto.
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Recientemente, un ministro de la actual administración dijo que “no es bueno que se pida la detención de un expresidente”, lo que generó duras críticas y un pedido de juicio político en su contra por parte de una integrante de su misma alianza política, por sus negativas implicancias en materia de lucha contra la corrupción, impunidad y pérdida de credibilidad de la justicia.
En una república democrática, lo bueno y lo malo tienen que ver, respectivamente y en cuanto a la justicia refiere, con que la ley se cumpla o se viole, y no con el cargo que haya ocupado alguien a quien un juez investiga. Cuando el poder político define qué es o no bueno y un juez decide en sintonía para complacerlo, la independencia judicial y, con ella, la igualdad ante la ley se convierten en letra muerta. De nada sirve decir que una manifestación de ese tenor se haga “en abstracto”. Con semejante criterio, también sería una declaración en abstracto la igualdad ante la ley consagrada en el artículo 16 de la Constitución Nacional. Pero la existencia de esta igualdad debe apreciarse “en concreto”, y ello depende de una tarea que compete a los jueces.
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Por lo demás, nada tienen de abstractas expresiones que guardan obvia relación con el inminente proceso electoral y el cálculo político para la división del voto opositor, áreas en que los jueces no deben tener injerencia alguna. Porque, volviendo a Hamilton, “como la libertad no puede tener nada que temer sólo del poder judicial, tendría todo que temer de su unión con cualquiera de los otros departamentos”.
Quizás lo anterior sirva para explicar por qué es tan necesario que el poder político se llame a silencio y deje que los jueces hagan su trabajo sin interferencias. Desde la sociedad civil, debemos estar atentos para que hechos como los evocados no se repitan y, si ocurren, tengan la respuesta que merecen en el marco de la vida democrática.
(*) Decano de la Facultad de Estudios para Graduados de la Universidad de Belgrano