Es miércoles por la noche y mi hija de 6 años ve por la ventana cómo llueve. Está preocupada porque con sus compañeritos de primer grado dejaron en Parque Rivadavia unos pañuelos blancos y eran de papel. Me dijo –además– que el pattern de los pañuelos (dijo “pattern”) estaba incluso grabado en las baldosas y que esos iban a durar más.
En otro orden de cosas, en diciembre se vence la ley que –provisoriamente– regula el fomento de las artes audiovisuales, el teatro, la música y las bibliotecas populares, una ley que se logró llevar adelante en 1994 contra todos los vientos neoliberales de la época, que –desde siempre– la consideran un gasto.
No hace falta ser un experto para entenderlo: si la filmación de la identidad narrativa de un pueblo queda en manos de la mano invisible del mercado (hoy irremediablemente asociado a las grandes plataformas) “ya no se trata solo de un problema de trabajo y producción, sino de identidad”, tal como señaló Gustavo López (actual vicepresidente de la Enacom) en la asamblea que la Academia del Cine convocó el martes 22. Los recursos, que surgen de lo que se paga por la exhibición de productos audiovisuales, recursos absolutamente regulados en otras áreas, como la radiodifusión, permiten a los creadores locales una autonomía sin la cual, tarde o temprano, las grandes plataformas (un punto intermedio entre mecenas caprichosos y extractivistas adorados) tampoco vendrían a buscar ningún producto. Después de todo, ¿qué sabemos del cine jamaiquino o de las series namibias? Nada, porque nadie piensa en esos Estados como canteras de historias y en el mercado libre pensar en estos productos es como imaginar montar una mina de diamantes en San Clemente del Tuyú.
Y sin embargo los componentes humanos, artísticos y sociales para generar ficciones con sello de origen son un derecho universal y se dan con la misma naturalidad en unos sitios que en otros. ¿Qué es lo que hace que –además– se puedan convertir en industria, en una que haga bien visibles las historias de esos pueblos? Las políticas de Estado.
En nuestro país, estas viven tironeadas de contradicciones. La Ley del Cine queda vetusta, porque si no se extiende a una ley audiovisual más general no contempla los grandes pulpos exhibidores. La Ley del Teatro no sirve para nada si Economía retiene sus recursos para pagar deudas externas que los creadores no contrajimos.
Tal como señaló Vanessa Ragone, “a las plataformas tampoco les interesa hacer todo ellas”. Allí puede haber una brecha. Ellas van y buscan terrenos fértiles donde hacer dos cosas compatibles: sembrar sus encargos (está pasando mucho en Argentina, y más aun en Uruguay, donde hay leyes fiscales que los abrigan más) pero también cosechar lo que esos países podrían proponer, con contenidos autónomos para un público local o universal. Son propuestas que solo pueden surgir con fomento estatal. Como arengó Víctor Bassuk en la reunión, “el Estado podría llegar a subsistir sin identidad; lo que no subsiste es la nación, y mucho menos la patria”. “Si vamos a aceptar una prórroga de diez años en la ley lo haremos por necesidad, pero sabiendo que no es suficiente medida, ya que diez años son como mucho dos películas”. Al menos en la vida de un creador con intenciones de aportar leña a la fogata inacabable.
¿Cómo lograr que estos fondos específicos no tengan ningún tipo de vencimiento? Pablo Echarri lo resumió así: tenemos una ley de cine obsoleta, las cuotas de pantalla para las producciones locales no se cumplen, las pymes no llegan a aplicar la Ley de Economía del Conocimiento, las plataformas no pagan derechos de autor y el problema de cómo conseguir grabar identidad es urgente y agobiante.
Diez años, cincuenta años: son como esos pañuelos de papel que mojó la lluvia. Las baldosas de Plaza de Mayo pueden llegar a durar un poco más, pero lo único que duraría sería un sistema que entendiera que la grandeza de un pueblo no radica solo en su capacidad de pagar la deuda que los poderosos nos obligan a contraer subalquilando gobiernos y esbirros, sino en la determinación interna de captar para el futuro los asuntos del presente y del pasado y dejarlos plasmados en una memoria colectiva.