Además de ser una gran película, Competencia oficial, del siempre inquieto dúo Cohn-Duprat, es una oportunidad para escarbar en la enfermedad más difundida de nuestra era: el exceso de ego. El film español con dirección argentina que protagonizan Penélope Cruz, Antonio Banderas y Oscar Martínez dará mucho que hablar, así que solo me detengo hoy en un detalle: ¿para qué tenemos un yo y no tanto un nosotros?
Un empresario farmacéutico mira hacia la nada por una ventana obscenamente grande y se lamenta de que la muerte lo sorprenderá proyectando mala imagen: a nadie le gustan los millonarios. Para sanar su ego herido concibe dos opciones: construir un puente de diseño (uno que lleve su nombre) y/o hacer una película clásica con los mejores talentos. La fábula inicial es ejemplar: en ambos gestos para burlar lo efímero de la existencia subyace la ilusión de saciar una necesidad general, comunitaria, pero firmada con el nombre de un solo yo. Un arquitecto, un director, un productor; lo mismo da. El dinero es el camino que posibilita al ego sobrevivir a esta corta vida en sombras.
Se promociona como comedia, pero la inteligencia del film duele más que lo que sana su buen humor; la mano del guionista (Andrés Duprat) vuelve a rabiar con lucidez sobre la insoluble convivencia entre humanos de este siglo. Dos egos actorales gigantescos pero opuestos se miden para dar vida a un melodrama berreta que cae en manos de una directora algo psicótica pero con intenciones artísticas; también ella trata de trascenderlo todo: el bien y el mal. El productor no ha tenido tiempo ni ganas de leer el libro, los actores no pueden acordar un método para construir una ficción que los supere, y ni todo el ego del mundo dotará de sentido al monumento que se proponen.
Como un azote postrero, el puente que se inaugura al final (la película sale trágica) tampoco parece conducir a ningún lado. Es que el ego –sin amor real– tiene un solo lado: difícilmente comunique dos puntos distanciados.