El británico John Berger (1926-2017) era más que escritor, aunque sus textos sean esenciales. Como crítico de arte revolucionó la manera de mirar, al señalar que observamos no solo con los ojos sino con nuestra historia, nuestra mente, nuestro contexto, nuestra cosmovisión. Y como pensador fue sólido, profundo e implacable al describir el mundo y el tiempo en el que le tocó vivir, así como los claroscuros (más los oscuros que los claros) de ese mundo y ese tiempo. Como pintor, plasmó en telas todo eso con especial talento. Testimonios de su valía son la novela G., los relatos y poemas de Puerca tierra, el ensayo Mirar, una revolución en la manera de comprender el arte.
Berger tenía especial devoción, respeto y cuidado por la palabra. Entendía su esencial función en la experiencia humana y lo señalaba una y otra vez. En un reportaje de la revista catalana Ajoblanco en marzo de 1993, contó: “Una vez tuve un sueño. En el país de mi sueño se había aprobado un decreto que todo el mundo aceptaba: según el decreto, cada palabra, hablada o pensada, tenía que ser canjeada por lo que significaba (…). En aquel país si alguien pensaba en un árbol, el árbol tenía que aparecer y estar allí. Al pensar árbol, el árbol se hacía presente. Al pensar mañana, la mañana era (…). Según el nuevo decreto, las palabras no podían existir sin apoyo: había guardianes de su significado (…). Cuando alguien pensaba cavar, se ejecutaba la acción de cavar. Si una persona añadía tristemente, sobrevenía la tristeza y era tan inconfundible como la sal en los labios”.
Sea cual fuere el país con el que soñó Berger no era, seguramente, la Argentina. Semejante prueba de coherencia entre el significado y el significante, entre la realidad y su formulación por la vía del habla, la escritura o el pensamiento está fuera de toda probabilidad aquí. En la semana que termina tanto el presidente actual como su inmediato predecesor dieron pruebas de lo lejos que estamos del sueño de Berger. A ambos se les dio por meterse con la palabra. Acaso semejante simultaneidad se deba a que el enemigo es siempre nuestra propia sombra. Lo que decimos de él es lo que no vemos, no aceptamos y rechazamos en nosotros. Y así como nadie puede desprenderse de su sombra, también los enemigos marchan hacia la perdición en parejas indisolubles, como hermanos siameses, como Tom y Jerry, o como el matrimonio que integraban Michael Douglas y Kathleen Turner en La guerra de los Roses, la aguda y feroz película dirigida en 1989 por Danny De Vito (que también actuó en ella). No solo marchan juntos, sino que, en ocasiones, como esta vez, uno es el eco del otro. Se acusaron mutuamente de mentir. Uno negó haber dicho en privado lo que su sucesor le adjudicaba y, aparentemente ofendido, señaló que la palabra es muy importante, que no hay que traicionarla, y menos en política. Como si aquella insistencia suya en un mítico segundo semestre o sus fugas de la cuarentena alegando motivos de trabajo hubiesen sido promesas u actos de un extraño. El otro repitió el valor de la palabra, coincidió con el retintín de que esta no debe ser traicionada en la actividad política y remató afirmando que él dice en público lo mismo que manifiesta en privado. Que se sepa, nadie le advirtió que se puede decir una mentira en público y en privado sin que la coincidencia la convierta en verdad. Ni hablar de los imborrables videos y archivos gráficos en los que él mismo niega hoy lo que decía ayer (a menos que el de ayer fuera un perfecto sosias).
Para honrar la palabra y su valor se necesita más que la intención o que hábiles discursos. Ya en el siglo XVI decía Francisco de Quevedo, ícono de la poesía barroca española, que “las palabras son como monedas, que una vale por muchas como muchas no valen por una”. Muy cierto. Ocurre con la palabra lo mismo que con la moneda. Si no tiene respaldo, carece de valor. A la moneda supo respaldarla el oro y hoy lo hacen las divisas. En el caso de las palabras su soporte son las acciones, las actitudes, las conductas. Y así como cuando la moneda carece de validez los billetes empapelan el mundo generando una galopante inflación, la falta de valor de la palabra se refleja en una inflación oral y escrita cuyos productos son textos enrevesados y retóricos, discursos vacíos, rimbombantes, reiterativos y grandilocuentes. En ambos casos el final es el mismo. Nadie cree en la moneda y trata de deshacerse pronto de ella. Y cada vez son menos los que confían en quienes no respaldan la palabra, se alejan de ellos. En la vida política la inflación verbal, la desvalorización de la palabra, contribuye a crear un clima de sospecha, desconfianza y desesperanza en la sociedad. El sueño de Berger se hace entonces pesadilla. “De vez en cuando las palabras deben servir para ocultar los hechos”, aconsejaba Maquiavelo. Pero aquí no es de vez en cuando. Es siempre.
*Periodista y escritor.