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Coronavirus

Pandemia y nacionalismo

Hay quienes dicen que es hora de que cada nación vuelva a ser soberana; que los de afuera deben ocuparse de lo suyo; que nuestros hospitales son nuestros y para nosotros.

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La mayoría de los países cerraron sus fronteras. Pero el virus no las reconoce. | AFP

La pandemia nos transmite un mensaje claro: no vivimos ni en Argentina, ni en China, ni en Francia, sino en un mismo planeta. Los desastres que ocurren allá a lo lejos repercuten aquí cerca en el espacio de días o semanas; sus problemas son los mismos que los nuestros; la frontera entre el “ellos” y el “nosotros” se desdibuja. La pandemia no es expresión de la “globalización”, sino de una realidad más primaria y fundamental: sólo existe una única “sociedad”, en singular, la que ocupa el planeta.

Frente a la forma brutal con que la pandemia nos arrojó a la cara este hecho primario, muchos gobiernos decidieron cerrar sus fronteras. La mayor parte desoyó los consejos de la OMS: salvo al principio de la epidemia, el cierre de fronteras es probablemente ineficaz contra la propagación del virus, e incluso contraproducente a mediano plazo.

¿Se equivocan los gobiernos en desoír a la OMS? Difícil juzgar a todos con una misma vara; no sólo los especialistas no son unánimes, sino que era necesario actuar en la urgencia frente una situación imprevista.

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Más fácil es en cambio juzgar el espectáculo lamentable que dieron periodistas, intelectuales y dirigentes políticos de distintas partes del mundo, en especial de su parte más favorecida: en medio de una crisis en que la cooperación general no es ya un imperativo moral, sino, por así decirlo, una necesidad técnica, muchos de ellos (y no sólo los portavoces de partidos políticos xenófobos) aprovecharon la ocasión para hacer sonar la trompeta de la unidad nacional.

Unos lo hicieron de manera más o menos discreta; otros repitieron cosas que vienen diciendo desde hace años: que es la hora de que cada nación vuelva a ser soberana; que los de afuera deben ocuparse de lo suyo; que nuestros hospitales son nuestros y para nosotros; que los enfermos de los otros países no son nuestro problema.

“¡Soberanía!”, gritan los más osados, mientras se niegan a compartir con el país vecino los insumos de sus hospitales; “no podemos recibir toda la miseria del mundo”, se dicen otros en voz baja, mientras el virus infecta los campamentos de migrantes sirios entre Turquía y Grecia.

“¡Soberanía!”, gritan los más osados, mientras se niegan a compartir con el país vecino los insumos de sus hospitales.

Otros incluso festejan la retórica nacionalista en nombre de la lucha contra el “liberalismo” o el “neoliberalismo”, como si un mundo gobernado por los intereses nacionales prometiera algo mejor que lo que produjo a principios del siglo XX. Y como si los problemas del librecambio tuvieran algo que ver con la cantidad de policías en las fronteras.

No hay nada nuevo en estos argumentos; están inscriptos en la historia misma del nacionalismo. Concepto extraño y polivalente, la “nación” como figura social y jurídica se impuso en el mundo entre el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. En Europa le dio una solución temporaria a las tensiones creadas por la revolución francesa y las invasiones napoleónicas; en América Latina fue la forma que tomaron las luchas por la independencia; en Asia, algunos debieron aceptarla como el lenguaje de las relaciones entre potencias, como fue el caso de la China y del Japón.

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Desde entonces, la nación sirvió para formular reivindicaciones de todo tipo. Se usó para crear nuevos estados y luchar contra la dominación colonial, pero también para borrar naciones alternativas dentro de un mismo territorio; sirvió para formular reivindicaciones democráticas, pero también para expulsar y exterminar poblaciones; sirvió para extender derechos de los “nativos”, pero también para restringir los derechos de los “extranjeros”. Tan natural parece hoy la nación, y sobre todo las ya constituidas como tales, que nadie pone en cuestión el derecho de Francia, Alemania o Estados Unidos de cerrar sus fronteras. Pocos se preguntan en cambio qué derecho tienen Francia, Alemania o Estados Unidos de ocupar una porción del globo terráqueo; y sin embargo, todos se planteaban esta pregunta a medida que los ejércitos de estos países ocupaban el territorio que ahora está bajo su jurisdicción.

Hoy puede que muchos vuelvan a hacerse esta pregunta. Descreídos de los viejos mitos de la nación, puede que muchos se digan que las naciones no son sino circunscripciones administrativas; que si no ayudan a suprimir el virus allá lejos, algún día el virus volverá acá cerca; que si hoy cierran las fronteras, mañana se las cerrarán a ellos; que si es legítimo construir una barrera frente al país vecino, mañana será legitimo construirla frente a una provincia vecina, un barrio vecino, frente al vecino.

Quizá sea por esta razón que el nacionalismo reacciona con tanta irracionalidad: sus fundamentos mismos están en crisis. La pandemia revela con violencia lo absurdo del sistema nacional.

El nacionalismo reacciona con tanta irracionalidad porque sus fundamentos mismos están en crisis. La pandemia revela con violencia lo absurdo del sistema nacional.

Pero mientras las viejas taras del sacro egoísmo se multiplican, la crisis pone de manifiesto dos cosas: no hay salida a esta situación sin una inversión masiva en el servicio de salud; y no hay inversión masiva sin un traslado de riqueza de países ricos a países pobres de un lado, y de riqueza privada a riqueza pública del otro. Nada de todo esto es posible en el estado actual de las cosas; tampoco lo será si cada uno se refugia en el interés nacional. Solo queda esperar que el darwinismo implícito del viejo sistema de naciones, análogo al que reina bajo la “libre” competencia de los mercados, se esfume frente a la necesidad de una respuesta organizada a escala global. Las fuerzas internacionalistas de cada región del mundo tendrán en este sentido una responsabilidad importante.

*Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París